viernes, 23 de octubre de 2020

Los Gatos de Ulthar - H.P. Lovecraft

 Los Gatos de Ulthar (H.P. Lovecraft)

 Se dice que en Ulthar, que se encuentra más allá del río Skai, ningún hombre puede matar a un gato; y ciertamente lo puedo creer mientras contemplo a aquel que descansa ronroneando frente al fuego. Porque el gato es críptico, y cercano a aquellas cosas extrañas que el hombre no puede ver. Es el alma del antiguo Egipto, y el portador de historias de ciudades olvidadas en Meroe y Ophir. Es pariente de los señores de la selva, y heredero de los secretos de la remota y siniestra África. La Esfinge es su prima, y él habla su idioma; pero es más antiguo que la Esfinge y recuerda aquello que ella ha olvidado.

En Ulthar, antes de que los ciudadanos prohibieran la matanza de los gatos, vivía un viejo campesino y su esposa, quienes se deleitaban en atrapar y asesinar a los gatos de los vecinos. Por qué lo hacían, no lo sé; excepto que muchos odian la voz del gato en la noche, y les parece mal que los gatos corran furtivamente por patios y jardines al atardecer. Pero cualquiera fuera la razón, este viejo y su mujer se deleitaban atrapando y matando a cada gato que se acercara a su cabaña; y, a partir de los ruidos que se escuchaban después de anochecer, varios lugareños imaginaban que la manera de asesinarlos era extremadamente peculiar. Pero los aldeanos no discutían estas cosas con el viejo y su mujer; debido a la expresión habitual de sus marchitos rostros, y porque su cabaña era tan pequeña y estaba tan oscuramente escondida bajo unos desparramados robles en un descuidado patio trasero. La verdad era, que por más que los dueños de los gatos odiaran a estas extrañas personas, les temían más; y, en vez de confrontarlos como asesinos brutales, solamente tenían cuidado de que ninguna mascota o ratonero apreciado, fuera a desviarse hacia la remota cabaña, bajo los oscuros árboles. Cuando por algún inevitable descuido algún gato era perdido de vista, y se escuchaban ruidos después del anochecer, el perdedor se lamentaría impotente; o se consolaría agradeciendo al Destino que no era uno de sus hijos el que de esa manera había desaparecido. Pues la gente de Ulthar era simple, y no sabía de dónde vinieron todos los gatos.

Un día, una caravana de extraños peregrinos procedentes del Sur entró a las estrechas y empedradas calles de Ulthar. Oscuros eran aquellos peregrinos, y diferentes a los otros vagabundos que pasaban por la ciudad dos veces al año. En el mercado vieron la fortuna a cambio de plata, y compraron alegres cuentas a los mercaderes. Cuál era la tierra de estos peregrinos, nadie podía decirlo; pero se les vio entregados a extrañas oraciones, y que habían pintado en los costados de sus carros extrañas figuras, de cuerpos humanos con cabezas de gatos, águilas, carneros y leones. Y el líder de la caravana llevaba un tocado con dos cuernos, y un curioso disco entre los cuernos.

En esta singular caravana había un niño pequeño sin padre ni madre, sino con sólo un gatito negro a quien cuidar. La plaga no había sido generosa con él, mas le había dejado esta pequeña y peluda cosa para mitigar su dolor; y cuando uno es muy joven, uno puede encontrar un gran alivio en las vivaces travesuras de un gatito negro. De esta forma, el niño, al que la gente oscura llamaba Menes, sonreía más frecuentemente de lo que lloraba mientras se sentaba jugando con su gracioso gatito en los escalones de un carro pintado de manera extraña.

Durante la tercera mañana de estadía de los peregrinos en Ulthar, Menes no pudo encontrar a su gatito; y mientras sollozaba en voz alta en el mercado, ciertos aldeanos le contaron del viejo y su mujer, y de los ruidos escuchados por la noche. Y al escuchar esto, sus sollozos dieron paso a la reflexión, y finalmente a la oración. Estiró sus brazos hacia el sol y rezó en un idioma que ningún aldeano pudo entender; aunque no se esforzaron mucho en hacerlo, pues su atención fue absorbida por el cielo y por las formas extrañas que las nubes estaban asumiendo. Esto era muy peculiar, pues mientras el pequeño niño pronunciaba su petición, parecían formarse arriba las figuras sombrías y nebulosas de cosas exóticas; de criaturas híbridas coronadas con discos de costados astados. La naturaleza está llena de ilusiones como esa para impresionar al imaginativo.

Aquella noche los errantes dejaron Ulthar, y no fueron vistos nunca más. Y los dueños de casa se preocuparon al darse cuenta de que en toda la villa no había ningún gato. De cada hogar el gato familiar había desaparecido; los gatos pequeños y los grandes, negros, grises, rayados, amarillos y blancos. Kranon el Anciano, el burgomaestre, juró que la gente siniestra se había llevado a los gatos como venganza por la muerte del gatito de Menes, y maldijo a la caravana y al pequeño niño. Pero Nith, el enjuto notario, declaró que el viejo campesino y su esposa eran probablemente los más sospechosos; pues su odio por los gatos era notorio y, con creces, descarado. Pese a esto, nadie osó quejarse ante la dupla siniestra, a pesar de que Atal, el hijo del posadero, juró que había visto a todos los gatos de Ulthar al atardecer en aquel patio maldito bajo los árboles. Caminaban en círculos lenta y solemnemente alrededor de la cabaña, dos en una línea, como realizando algún rito de las bestias, del que nada se ha oído. Los aldeanos no supieron cuánto creer de un niño tan pequeño; y aunque temían que el malvado par había hechizado a los gatos hacia su muerte, preferían no confrontar al viejo campesino hasta encontrárselo afuera de su oscuro y repelente patio.

De este modo Ulthar se durmió en un infructuoso enfado; y cuando la gente despertó al amanecer ¡he aquí que cada gato estaba de vuelta en su acostumbrado fogón! Grandes y pequeños, negros, grises, rayados, amarillos y blancos, ninguno faltaba. Aparecieron muy brillantes y gordos, y sonoros con ronroneante satisfacción. Los ciudadanos comentaban unos con otros sobre el suceso, y se maravillaban no poco. Kranon el Anciano nuevamente insistió en que era la gente siniestra quien se los había llevado, puesto que los gatos no volvían con vida de la cabaña del viejo y su mujer. Pero todos estuvieron de acuerdo en una cosa: que la negativa de todos los gatos a comer sus porciones de carne o a beber de sus platillos de leche era extremadamente curiosa. Y durante dos días enteros los gatos de Ulthar, brillantes y lánguidos, no tocaron su comida, sino que solamente dormitaron ante el fuego o bajo el sol.

Pasó una semana entera antes de que los aldeanos notaran que, en la cabaña bajo los árboles, no se prendían luces al atardecer. Luego, el enjuto Nith recalcó que nadie había visto al viejo y a su mujer desde la noche en que los gatos estuvieron fuera. La semana siguiente, el burgomaestre decidió vencer sus miedos y llamar a la silenciosa morada, como un asunto del deber, aunque fue cuidadoso de llevar consigo, como testigos, a Shang, el herrero, y a Thul, el cortador de piedras. Y cuando hubieron echado abajo la frágil puerta sólo encontraron lo siguiente: dos esqueletos humanos limpiamente descarnados sobre el suelo de tierra, y una variedad de singulares insectos arrastrándose por las esquinas sombrías.

Posteriormente hubo mucho que comentar entre los ciudadanos de Ulthar. Zath, el forense, discutió largamente con Nith, el enjuto notario; y Kranon y Shang y Thul fueron abrumados con preguntas. Incluso el pequeño Atal, el hijo del posadero, fue detenidamente interrogado y, como recompensa, le dieron una fruta confitada. Hablaron del viejo campesino y su esposa, de la caravana de siniestros peregrinos, del pequeño Menes y de su gatito negro, de la oración de Menes y del cielo durante aquella plegaria, de los actos de los gatos la noche en que se fue la caravana, o de lo que luego se encontró en la cabaña bajo los árboles, en aquel repugnante patio.

Y, finalmente, los ciudadanos aprobaron aquella extraordinaria ley, la que es referida por los mercaderes en Hatheg y discutida por los viajeros en Nir, a saber, que en Ulthar ningún hombre puede matar a un gato.

 


La Ventana Tapiada - Ambrose Bierce

 La ventana tapiada (Ambrose Bierce)

En 1830, a solo unas pocas millas de donde hoy se levanta la gran ciudad de Cincinatti, se extendía un inmenso e impenetrable bosque. La región entera fue poblada por gente de la frontera, incansables almas que, tan pronto como construyeron hogares habitables fuera de la naturaleza salvaje y algún grado de prosperidad que hoy llamaríamos indigencia, impelidos por algún misterioso impulso de su naturaleza, abandonaron todo y se dirigieron hacía el oeste lejano para encontrar nuevos peligros y privaciones en un esfuerzo por lograr de nuevo las exiguas comodidades a las que habían renunciado voluntariamente. Muchos de ellos habían dejado ya esa región de los antiguos asentamientos, pero entre aquellos que permanecieron hubo uno que había sido de los primeros en llegar. Él vivía solo en una cabaña de troncos rodeada por todas partes por el bosque, de cuya lobreguez y silencio pareció ser parte, ya que nadie jamás le vio sonreír o decir una palabra innecesaria. Sus simples necesidades fueron suplidas por la venta o el trueque de pieles de animales salvajes del río, pero no por cosas que él hizo sobre la tierra, que si hubiera sido necesario, podría haber reclamado como propias por derecho. Hubo evidencias de "mejoras", unos pocos acres de terreno a un lado de la casa en el que se habían talado algunos de sus árboles; los deteriorados tocones cubiertos a medias por los nuevos brotes que nacían a pesar de la destrucción producida por el hacha. El entusiasmo del hombre por la agricultura había aparentemente ardido con una lánguida llama, expirando en penitenciales cenizas.  

La pequeña cabaña, con su chimenea de troncos, su techo de tejas arqueadas, atravesadas por maderos y sellados con barro, tenía una sola puerta y, opuesta a la misma, una sola ventana, que estaba tapiada. Nadie podía recordar un tiempo en que no lo estuviera, y nadie nunca supo el porqué; ciertamente no por el desagrado del ocupante hacia la luz y el aire. En aquellas raras ocasiones en que un cazador había pasado por aquel solitario lugar, el recluso comúnmente era visto tomando sol en la puerta, si es que el cielo le proveía con sus rayos. Yo creo que unas pocas personas quedan con vida que conocen el secreto de esta ventana, y soy uno de ellos, como ustedes podrán verlo.

El nombre del hombre se decía que era Murlock. Aparentaba setenta años, pero realmente tenía unos cincuenta. Algo que no eran los años había influido en su envejecimiento. Su pelo y su larga barba eran blancas, y sus ojos, grises, como sin lustre, hundidos; su rostro excepcionalmente mostraba arrugas que parecían formar parte de dos sistemas que se cruzaban. Su figura era alta y parca, y tenía los hombros un poco encorvados, como si estuviera cargando algo. Yo nunca lo vi, sino que supe todo esto a través del relato del abuelo, quien me contó la historia cuando era niño; él lo había conocido cuando vivía cerca de allí, en aquellos años.

Un día Murlock fue encontrado en su cabaña, muerto. No era el momento ni el lugar para jueces de instrucción y periódicos, y supongo que todos asumieron que había muerto por causas naturales ya que, de no ser así, me lo habrían dicho y debería recordarlo. Sólo se que con lo que probablemente fuera un sentido de idoneidad, el cuerpo fue enterrado cerca de la cabaña, junto a la tumba de su esposa, quien le había precedido por tantos años que la tradición local casi no recordaba su existencia. Esto finaliza el último capítulo de esta historia real, exceptuando el hecho de que muchos años después, con un parecido espíritu intrépido, yo entré en ese lugar y me acerqué lo suficiente a la cabaña en ruinas como para lanzar una piedra sobre ella, y entonces corrí huyendo del fantasma que todo chico bien informado sabía que habitaba el lugar. Pero existe un capítulo anterior contado por mi abuelo.

Cuando Murlock construía su cabaña empezó decididamente a conformar la granja trabajando con su hacha, sirviéndose del rifle como un apoyo, él era joven, fuerte y lleno de esperanza. Se había casado en aquel país del Este de donde procedía, como era costumbre, con una joven devota y honesta que compartía con él los peligros y las privaciones de rigor siempre con un espíritu alegre. No se recuerda su nombre; la tradición guarda silencio en cuanto a sus encantos personales aunque la duda se mantiene; ¡pero Dios prohibe que yo la comparta! De su afecto y felicidad hay evidentes muestras en todos y cada uno de los días de viudedad vividos por el hombre; ¿qué sino el magnetismo de unos benditos recuerdos podría haber encadenado un espíritu aventurero a un lugar como ese?  

Un día Murlock regresó de una cacería en un lugar distante del bosque y encontró a su mujer postrada con fiebre y delirando. No había médico en millas, no había vecinos, tampoco ella estaba en condición de carecer de atención. Así que él ejerció también la tarea de atenderla y curarla, pero al tercer día entró en coma y falleció, aparentemente sin jamás regresar a su sano juicio.

Por lo que yo sé de una naturaleza como la de él, podemos aventurar algunos detalles del perfil dibujado por mi abuelo. Cuando se convenció que ella estaba muerta, Murlock tuvo aún sentido como para recordar que la muerte debe ser seguida por el entierro. En preparativos para su sacra labor, cometió un error tras otro, haciendo algunas cosas de manera incorrecta y otras que había hecho correctamente, las volvió a hacer una y otra vez. Sus fallas ocasionales en llevar a término cosas simples y ordinarias lo llenaron de estupor como el de un borracho que se cuestiona por la suspensión de las leyes familiares naturales. También se sorprendió por no llorar - sorprendido y un poco avergonzado -; seguro que no es bueno no llorar por los muertos. "Mañana", dijo en voz alta, "tengo que hacer el ataúd y enterrarla, y entonces la echaré de menos, cuando no la vea más; pero ahora, ella está muerta, por supuesto, pero todo está bien; de alguna manera debe ser así. Las cosas no pueden ser tan malas como parecen"

Él permaneció sobre el cadáver por la noche, ajustando el cabello y dandole los últimos, haciéndolo de manera muy mecánica, con un cuidado casi desalmado, y con un sentido de convicción en su mente de que todo aquello estaba bien, como si la fuera a tener de nuevo consigo, y todo fuera explicado. Nunca había experimentado el dolor; su capacidad de sentirlo no había sido utilizada jamás, ni su corazón ni su mente podían concebirlo. No sabía lo que era un golpe bajo; este conocimiento vendría después y jamás se marcharía. El Dolor es un artista de poderes tan variados como los instrumentos con los que interpreta sus cantos fúnebres hacia los muertos, evocando desde las más agudas y finas notas hasta los acordes más graves y bajos que pulsan el lento y recurrente latido de un tambor distante. Algunos se asustan, otros se quedan pasmados. Para este viene como un flechazo certero, punzando toda la sensibilidad de una vida entusiasta; para el otro como el golpe de una maza, que aplasta todo e inmoviliza todo. Vamos a concebir que Murlock se vio afectado de esta manera, por (y aquí estamos en un campo de no mayor seguridad que la de la mera conjetura) que ni bien terminó su pía labor, se sentó en una silla a un lado de la mesa en la que yacía el cuerpo, y depositó sus brazos en el borde de la mesa, dejando caer su cara en ellos, sin lágrimas y en exceso cansado. En ese momento provino desde la ventana abierta un sonido como de aullido de un chico perdido en las lejanías del oscuro bosque. Pero el hombre no se movió. De nuevo, y más cercano que antes, sonó el aullido sobrenatural. Quizás era una bestia salvaje; quizás era un sueño. Para Murlock estaba dormida.  

Algunas horas después, como luego se supo, el desgraciado vigía se despertó y deslizó su cabeza de los brazos, intentando escuchar sin saber porque. Allí en la negra oscuridad al lado de la muerte, recordando todo sin asustarse, forzó la vista para ver mejor, no sabía el qué. Todos sus sentidos estaban alertas, su respiración se suspendió, la sangre se le detuvo en las venas como respaldando al silencio. ¿Quién o qué lo había despertado, y dónde estaba?

Súbitamente la mesa crujió bajo sus brazos, y al mismo tiempo escuchó, o creyó escuchar, un ligero, un paso suave, otro; suena como si fuera de un pie desnudo sobre el suelo!

Estaba aterrorizado, paralizado, sin poder gritar o moverse. Necesariamente esperó, esperó allí en la oscuridad lo que parecieron siglos de un espanto tal que, hasta donde sabemos, nadie ha vivido nunca para contarlo. Trató en vano de pronunciar el nombre de la mujer muerta, también en vano su mano se estiró y palpó la mesa, para ver si ella estaba allí. Su garganta estaba atenazada y sus brazos y manos eran como plomo. Entonces ocurrió lo más espeluznante. Un cuerpo pesado pareció ser arrojado violentamente contra la mesa, con un tal ímpetu que lo empujó contra su pecho tan fuertemente como para tumbarlo. Al mismo tiempo oyó y sintió el impacto de algo sobre el piso, algo que chocó con tanta violencia que la casa entera se movió por el impacto. Siguió una reyerta, y una sucesión de sonidos imposibles de describir. Murlock se levantó. El miedo excesivo pasó a tomar control de sus facultades. Pasó su mano sobre la mesa. ¡No había nada ahí!

Hay un punto en que el terror puede conducir a la locura, y la locura incita a la acción. Sin ninguna intención definida, sin ningún motivo, pero con el obstinado impulso de un loco, Murlock pegó un brinco hacia la pared, donde estaba su arma cargada, y la descargó sin apuntar a ningún sitio concreto. Con el relámpago que iluminó la estancia, vio una enorme pantera arrastrando el cadáver de su mujer a través de la ventana, los dientes clavados en su garganta. Luego hubo una oscuridad más negra que la de antes y silencio; y cuando regresó a la consciencia, el sol brillaba y los pájaros cantaban en los árboles del bosque.

El cuerpo quedó cerca de la ventana, donde la bestia lo dejó antes de partir asustada por el fogonazo y la detonación del rifle. Las ropas estaban despedazadas, el largo cabello desordenado, las piernas quedaron desparramadas. Desde la garganta, horriblemente lacerada, había un manchón sanguinolento que todavía no había coagulado. La cinta con la que había vendado las muñecas estaba rota; las manos fuertemente crispadas. Entre los dientes tenía un fragmento de la oreja del animal


Las ratas en el cementerio - Henry Kuttner (relato completo)

 Las ratas en el cementerio (Henry Kuttner)

El anciano Masson, guardián de uno de los más antiguos cementerios de Salem, mantenía una verdadera guerra con las ratas. Varias generaciones atrás, se había instalado en el cementerio una colonia de ratas enormes procedentes de los muelles. Cuando Masson asumió su cargo, tras la inexplicable desaparición del guardián anterior, decidió aniquilarlas. Al principio colocaba trampas y veneno cerca de sus madrigueras; más tarde, intentó exterminarlas a tiros. Pero todo fue inútil. Las ratas seguían allí.

Sus hordas voraces se multiplicaban, infestando el cementerio. Eran grandes, aun tratándose de la especie mus decumanus, cuyos ejemplares llegan a los treinta y cinco centímetros de largo sin contar la cola, pelada y gris. Masson las había visto grandes como gatos; y cuando los sepultureros descubrían alguna madriguera, comprobaban con asombro que por aquellas pútridas cavernas cabía tranquilamente el cuerpo de una hombre. Al parecer, los barcos que antaño atracaban en los ruinosos muelles de Salem debieron de transportar cargamentos muy extraños.

Masson se asombraba a veces de las proporciones enormes de estas madrigueras. Recordaba ciertos relatos fantásticos que había oído al llegar a la decrépita y embrujada ciudad de Salem. Eran relatos que hablaban de una vida embrionaria que persistía en la muerte, oculta en las perdidas madrigueras de la tierra. Ya habían pasado los tiempos en que Cotton Mather exterminara los cultos perversos y los ritos orgiásticos celebrados en honor de Hécate y de la siniestra Magna Mater. Pero todavía se alzaban las tenebrosas mansiones de torcidas buhardillas, de fachadas inclinadas y leprosas, en cuyos sótanos, según se decía, aún se ocultaban secretos blasfemos y se celebraban ritos que desafiaban tanto a la ley como a la cordura. Moviendo significativamente sus cabezas canosas, los viejos aseguraban que, en los antiguos cementerios de Salem, había bajo tierra cosas peores que gusanos y ratas.

En cuanto a estos roedores, Masson les tenía asco y respeto. Sabía el peligro que acechaba en sus dientes agudos y brillantes. Pero no comprendía el horror que los viejos sentían por las casas vacías, infestadas de ratas. Había escuchado rumores sobre criaturas espantosas que moraban en lo profundo, y que tenían poder sobre las ratas, a las que agrupaban en ejércitos disciplinados.

Según afirmaban los viejos, las ratas eran mensajeras entre este mundo y las cuevas que se abrían en las entrañas de la tierra. Y aún se decía que algunos cuerpos habían sido robados de las sepulturas con el fin de celebrar festines subterráneos. El mito del flautista de Hamelin era una leyenda que ocultaba, en forma alegórica, un horror impío; y según ellos, los negros abismos habían parido abortos infernales que jamás salieron a la luz del día.

Masson no hacía caso de estos relatos. No tenía trato con sus vecinos y, de hecho, hacía lo posible por mantener en secreto la existencia de las ratas. De conocerse el problema tal vez iniciasen una investigación, en cuyo caso tendrían que abrir muchas tumbas. Ciertamente hallarían ataúdes perforados y vacíos que atribuirían a la voracidad de las ratas. Pero descubrirían también algunos cuerpos con mutilaciones muy comprometedoras para Masson.

Los dientes postizos suelen hacerse de oro, y no se los extraen a uno cuando muere. La ropa, naturalmente, es diferente, porque la empresa de pompas fúnebres suele proporcionar un traje de paño sencillo, perfectamente reconocible después. Pero el oro no lo es. Además, Masson negociaba también con algunos estudiantes de medicina y médicos poco escrupulosos que necesitaban cadáveres sin importarles demasiado su procedencia. Hasta ese momento, Masson se las había arreglado para que no haya investigaciones. Negaba tajantemente la existencia de las ratas, aun cuando éstas le hubiesen arrebatado el botín. A Masson no le preocupaba lo que pudiera suceder con los cuerpos, después de haberlos saqueado, pero las ratas solían arrastrar el cadáver entero por un boquete que ellas mismas roían en el ataúd. El tamaño de aquellos agujeros lo asombraba. Curiosamente, las ratas horadaban siempre los ataúdes por uno de los extremos, y no por los lados. Parecía como si trabajasen bajo la dirección de algo dotado de inteligencia.

Ahora se encontraba ante una sepultura abierta. Acababa de quitar la última palada de tierra húmeda, y de arrojarla al montón que había formado a un lado. Desde hacía semanas no paraba de caer una llovizna fría y constante. El cementerio era un lodazal pegajoso, del que surgían las mojadas lápidas en formaciones irregulares. Las ratas se habían retirado a sus cubiles; no se veía ni una. Pero el rostro flaco de Masson reflejaba una sombra de inquietud. Había terminado de descubrir la tapa de un ataúd de madera. Hacía varios días que lo habían enterrado, pero Masson no se había atrevido a desenterrarlo antes. Los parientes del muerto aún visitaban su tumba, aun lloviendo. Pero a estas horas de la noche, no era fácil que vinieran, por mucho dolor y pena que sintiesen. Y con este pensamiento tranquilizador, se enderezó y echó a un lado la pala.

Desde la colina donde estaba el cementerio, se veían parpadear apenas las luces de Salem a través de la lluvia. Sacó la linterna del bolsillo. Apartó la pata y se inclinó a revisar los cierres de la caja. De repente, se quedó rígido. Bajo sus pies había notado un murmullo inquieto, como si algo arañara o se revolviera dentro. Por un momento, sintió una punzada de terror supersticioso, que pronto dio paso a una ira insensata, al comprender el significado de aquellos ruidos. ¡Las ratas se le habían adelantado otra vez!

En un rapto de cólera, arrancó los candados del ataúd, insertó la pala bajo la tapa e hizo palanca, hasta que pudo levantarla con las manos. Encendió la linterna y enfocó el interior del ataúd. La lluvia salpicaba el blanco tapizado de raso: estaba vacío. Masson percibió un movimiento furtivo en la cabecera de la caja y dirigió hacia allí la luz. El extremo del sarcófago había sido perforado, y el agujero comunicaba con una galería, aparentemente, pues en aquel momento desaparecía por allí un pie fláccido, inerte, enfundado en su correspondiente zapato. Masson comprendió que las ratas se le habían adelantado sólo unos instantes. Se agachó y agarró el zapato con todas sus fuerzas. La linterna cayó dentro del ataúd y se apagó de golpe. De un tirón, el zapato le fue arrancado de las manos en medio de una algarabía de chillidos agudos y excitados. Un momento después, había recuperado la linterna y la enfocaba por el agujero.

Era enorme. Tenía que serlo; de lo contrario, no habrían podido arrastrar el cadáver. Masson intentó imaginarse el tamaño de aquellas ratas capaces de tirar del cuerpo de un hombre. Llevaba su revólver cargado en el bolsillo, y esto le tranquilizaba. De haberse tratado del cadáver de una persona ordinaria, Masson habría abandonado su presa a las ratas, antes de aventurarse por aquella estrecha madriguera; pero recordó los gemelos de sus puños y el alfiler de su corbata, cuya perla debía ser indudablemente auténtica, y, sin pensarlo más, se enganchó la linterna al cinturón y se introdujo por el boquete. El acceso era angosto. Delante de sí, a la luz de la linterna, podía ver cómo las suelas de los zapatos seguían siendo arrastradas hacia el fondo del túnel. Trató de arrastrarse lo más rápido posible, pero había momentos en que apenas era capaz de avanzar, aprisionado entre aquellas estrechas paredes de tierra.

El aire se hacía irrespirable por el hedor del cadáver. Masson decidió que, si no lo alcanzaba en un minuto, regresaría. El terror empeza a agitarse en su imaginación, aunque la codicia le instaba a proseguir. Y prosiguió, cruzando varias bocas de túneles adyacentes. Las paredes de la madriguera estaban húmedas y pegajosas. Dos veces oyó a sus espaldas pequeños desprendimientos de tierra. El segundo de éstos le hizo volver la cabeza. No vio nada, naturalmente, hasta que enfocó la linterna en esa dirección. Entonces observó que el barro casi obstruía la galería que acababa de recorrer. El peligro de su situación se le reveló en toda su espantosa realidad. El corazón le latía con fuerza sólo de pensar en la posibilidad de un hundimiento. Decidió abandonar su persecución, a pesar de que casi había alcanzado el cadáver y las criaturas invisibles que lo arrastraban. Pero había algo más, en lo que tampoco había pensado: el túnel era demasiado estrecho para dar la vuelta.

El pánico se apoderó de él, por un segundo, pero recordó la boca lateral que acababa de pasar, y retrocedió dificultosamente hasta allí. Introdujo las piernas, hasta que pudo dar la vuelta. Luego, comenzó a avanzar desesperadamente hacia la salida, pese al dolor de sus rodillas. De repente, una puntada le traspasó la pierna. Sintió que unos dientes afilados se le hundían en la carne, y pateó frenéticamente para librarse de sus agresores. Oyó un chillido penetrante, y el rumor presuroso de una multitud de patas que se escabullían.

Al enfocar la linterna hacia atrás, lanzó un gemido de horror: una docena de enormes ratas lo observaban atentamente, y sus ojos malignos parpadeaban bajo la luz. Eran deformes, grandes como gatos. Tras ellos vislumbró una forma negruzca que desapareció en la oscuridad. Se estremeció ante las increíbles proporciones de aquella sombra. La luz contuvo a las ratas durante un momento, pero no tardaron en volver a acercarse furtivamente.

Al resplandor de la linterna, sus dientes parecían teñidos de carmesí. Masson forcejeó con su pistola, consiguió sacarla de su bolsillo y apuntó cuidadosamente. Estaba en una posición difícil. Procuró pegar los pies a las mojadas paredes de la madriguera para no herirse. El estruendo lo dejó sordo durante unos instantes. Después, una vez disipado el humo, vio que las ratas habían desaparecido. Guardó la pistola y comenzó a reptar velozmente a lo largo del túnel. Pero no tardó en oír de nuevo las carreras de las ratas, que se le echaron encima otra vez. Se le amontonaron sobre las piernas, mordiéndole y chillando de manera enloquecedora. Masson empezó a gritar mientras echaba mano a la pistola. Disparó sin apuntar, y no se hirió de milagro. Esta vez las ratas no se alejaron tanto.

Masson aprovechó la tregua para reptar lo más rápido que pudo, dispuesto a hacer fuego a la primera señal de un nuevo ataque. Oyó movimientos de patas y alumbró hacia atrás con la linterna. Una enorme rata gris se paró en seco y se quedó mirándole, sacudiendo sus largos bigotes y moviendo de un lado a otro, muy despacio, su cola áspera y pelada. Masson disparó y la rata echó a correr.

Continuó arrastrándose. Se había detenido un momento a descansar, junto a la negra abertura de un túnel lateral, cuando descubrió un bulto informe sobre la tierra mojada, un poco más adelante. Lo tomó por un montón de tierra desprendido del techo; luego vio que era un cuerpo humano. Se trataba de una momia negra y arrugada, y vio, preso de un pánico sin límites, que se movía.

Aquella cosa monstruosa avanzaba hacia él y, a la luz de la linterna, vio su rostro horrible a poca distancia del suyo. Era una calavera descarnada, la faz de un cadáver que ya llevaba años enterrado, pero animada de una vida infernal. Tenía los ojos vidriosos, hinchados, que delataban su ceguera, y, al avanzar hacia Masson, lanzó un gemido plañidero y entreabrió sus labios pustulosos, desgarrados en una mueca de hambre espantosa. Masson sintió que se le helaba la sangre. Cuando aquel horror estaba ya a punto de rozarle. Masson se precipitó frenéticamente por la abertura lateral. Oyó arañar en la tierra, a sus pies, y el confuso gruñido de la criatura que le seguía de cerca. Masson miró por encima del hombro, gritó y trató de avanzar desesperadamente por la estrecha galería. Reptaba con torpeza; las piedras afiladas le herían las manos y las rodillas. El barro le salpicaba en los ojos, pero no se atrevió a detenerse ni un segundo. Continuó avanzando a gatas, jadeando, rezando y maldiciendo histéricamente.

Con chillidos triunfales, las ratas se precipitaron de nuevo sobre él con la voracidad pintada en sus ojos. Masson estuvo a punto de sucumbir bajo sus dientes, pero logró desembarazarse de ellas: el pasadizo se estrechaba y, sobrecogido por el pánico, pataleó, gritó y disparó hasta que el gatillo pegó sobre una cápsula vacía. Pero había rechazado las ratas. Observó entonces que se hallaba bajo una piedra grande, encajada en la parte superior de la galería, que le oprimía cruelmente la espalda. Al tratar de avanzar notó que la piedra se movía, y se le ocurrió una idea: ¡Si pudiera dejarla caer, de forma que obstruyese el túnel!

La tierra estaba empapada por la lluvia. Se enderezó y empezó a quitar el barro que sujetaba la piedra. Las ratas se aproximaban. Veía brillar sus ojos al resplandor de la linterna. Siguió cavando, frenético. La piedra cedía. Tiró de ella y la movió de sus cimientos. Se acercaban las ratas… Era el enorme ejemplar que había visto antes. Gris, leprosa, repugnante, avanzaba enseñando sus dientes anaranjados. Masson dio un último tirón de la piedra, y la sintió resbalar hacia abajo. Entonces reanudó su camino a rastras por el túnel. La piedra se derrumbó tras él, y oyó un repentino alarido de agonía. Sobre sus piernas se desplomaron algunos terrones mojados. Más adelante, le atrapó los pies un desprendimiento considerable, del que logró desembarazarse con dificultad. ¡El túnel entero se estaba desmoronando!

Jadeando de terror, avanzaba mientras la tierra se desprendía. El túnel seguía estrechándose, hasta que llegó un momento en que apenas pudo hacer uso de sus manos y piernas para avanzar. Se retorció como una anguila hasta que, de pronto, notó un jirón de raso bajo sus dedos crispados; y luego su cabeza chocó contra algo que le impedía continuar. Movió las piernas y pudo comprobar que no las tenía apresadas por la tierra desprendida. Estaba boca abajo. Al tratar de incorporarse, se encontró con que el techo del túnel estaba a escasos centímetros de su espalda. El terror le descompuso. Al salirle al paso aquel ser espantoso y ciego, se había desviado por un túnel lateral, por un túnel que no tenía salida. ¡Se encontraba en un ataúd, en un ataúd vacío, al que había entrado por el agujero que las ratas habían practicado en su extremo!

Intentó ponerse boca arriba, pero no pudo. La tapa del ataúd le mantenía inexorablemente inmóvil. Tomó aliento, e hizo fuerza contra la tapa. Era inamovible, y aun si lograse escapar del sarcófago, ¿cómo podría excavar una salida a través del metro y medio de tierra que tenía encima?

Respiraba con dificultad. Hacía un calor sofocante y el hedor era irresistible. En un paroxismo de terror, desgarró y arañó el forro acolchado hasta destrozarlo. Hizo un inútil intento por cavar con los pies en la tierra desprendida que le impedía la retirada. Si lograse solamente cambiar de postura, podría excavar con las uñas una salida hacia el aire… hacia el aire…

Una agonía candente penetró en su pecho; el pulso le dolía en los globos oculares. Parecía como si la cabeza se le fuera hinchando, a punto de estallar. De pronto, oyó los triunfales chillidos de las ratas. Comenzó a gritar, enloquecido, pero no pudo rechazarlas esta vez. Durante un momento, se revolvió histéricamente en su estrecha prisión, y luego se calmó, boqueando por falta de aire. Cerró los ojos, sacó su lengua ennegrecida, y se hundió en la negrura de la muerte, con los locos chillidos de las ratas taladrándole los oídos


lunes, 17 de agosto de 2020

Impulso - Eric Frank Russell (relato completo)

 
IMPULSO 
Eric Frank Russell

Era la tarde libre de su criado y el doctor Blain tuvo que contestar personalmente al zumbador de su sala de espera. Maldiciendo mentalmente la prolongada ausencia de Tod Mercer, su factótum, el doctor tapó la probeta, tomó de debajo el tubo de ensayo con el líquido neutralizante y lo colocó en un estante.

Rápidamente, se metió una espátula de remover en un bolsillo del chaleco, se frotó las manos una con otra y dirigió una breve mirada a todo el pequeño laboratorio. Luego trasladó su alto y delgado cuerpo a la sala de espera.

El visitante se hallaba desplomado sobre un gran sillón. El doctor le observó, dándose cuenta de que se trataba de un individuo de aspecto cadavérico con ojos de pez, piel manchada y pálidas e hinchadas manos. Las ropas que llevaba no le sentaban mucho mejor que le hubiera sentado un saco.

Blain le catálogo a simple vista como un caso de úlcera perniciosa, o bien como un agente de seguros que se proponía hacerle un seguro que él no tenía intención de hacer. «De todos modos —decidió—, la expresión del hombre tiene un fantástico retorcimiento». En una palabra, que le atacaba los nervios.

—Es usted el doctor Blain, ¿verdad? —preguntó el hombre del sillón.

Su voz surgió gangosa y misteriosa, y el doctor Blain sintió un estremecimiento en su espina dorsal.

Sin esperar respuesta y con su muerta mirada fija en Blain, que se alzaba en pie ante él, el visitante continuó:

—Nosotros somos un cadáver individual con ojos de pez, piel manchada, y peludas e hinchadas manos.

El doctor tomó asiento de pronto, agarrándose a los brazos de su sillón hasta que sus nudillos parecieron como ampollas.

El visitante se aclaró la garganta lenta e imperturbablemente.

… Las ropas que llevamos no nos sientan mucho mejor que nos habría sentado un saco. Somos sin duda un caso de úlcera perniciosa o bien un agente de seguros al que usted no tiene intención de complacer. Nuestra expresión tiene un extraño torcimiento y ello le ataca a usted los nervios.

El visitante movió un ojo putrefacto que se clavó, con horrible falta de brillo, en el doctor, que parecía herido por un rayo. Luego añadió:

—Nuestra voz es gangosa y su sonido le ha producido a usted un estremecimiento en la espina dorsal. Tenemos ojos que parecen putrefactos y que se clavan en usted con horrible falta de brillo…

Haciendo un poderoso esfuerzo, Blain, con el rostro rojo y tembloroso, se inclinó hacia adelante. Sus cabellos color acero se le habían erizado en la parte posterior de su cuello. Abrió la boca, pero su visitante se apresuró a decir palabras que él iba a pronunciar:

—¡Dios de los cielos! ¡Lee usted mis pensamientos!

La fría mirada del individuo permaneció fija en la sorprendida faz de Blain mientras éste se ponía en pie. Entonces, breve y sencillamente, dijo:

—Siéntese.

Blain continuó en pie. Pequeñas gotas de sudor le corrían por la frente y descendían por su cansado y arrugado rostro.

Con más ímpetu, en tono de advertencia, el otro repitió:

—¡Siéntese!

Blain, que sentía una extraña debilidad en las rodillas acabó por obedecer. No dejaba de mirar la sorprendente palidez de las facciones de su visitante, y al cabo tartamudeó:

—¿Quién… quién diablos es usted?

—¡Eso! —contestó el otro entregándole un recorte de periódico.

Blain lanzó al recorte una mirada indiferente, seguida de otra más atenta. Luego protestó:

—Pero esto es una noticia periodística en la que se habla del robo de un cadáver en un depósito.

—Exacto —asintió el visitante.

—Pero no comprendo —dijo Blain, cuya expresión reflejaba el mayor asombro.

—Esto —dijo el visitante señalando con un dedo sin color su fofa vestimenta—, esto es el cadáver.

—¿Qué?

Por segunda vez, el doctor se puso en pie. El recorte se desprendió de sus dedos sin fuerza, cayendo sobre la alfombra. Y el doctor permaneció mirando hacia aquella cosa que había en la silla, expeliendo su aliento con un largo silbido mientras buscaba inútilmente algunas palabras que decir.

—Este es el cuerpo —repitió el visitante.

Su voz sonaba como si pasara burbujeante a través de un espeso aceite. Luego señaló el recorte.

—No se ha fijado usted en la fotografía —continuó—. Mírela. Compare ese rostro con el que llevamos.

—¿Llevamos? —inquirió Blain, que sentía un torbellino en su mente.

—¡Llevamos! Somos muchos. Mandamos en este cuerpo. Siéntese.

—Pero…

—¡Siéntese!

La criatura sentada en el sillón metió una fría y flácida mano en las interioridades de su amplia chaqueta, sacó una gran pistola automática y apuntó con ella torpemente. A Blain le pareció que el cañón del arma abría una boca enorme.

Se sentó, recogió el recorte y miro la fotografía.

El pie de ella decía: «El difunto James Winstanley Clegg, cuyo cuerpo desapareció misteriosamente anoche del depósito de cadáveres de Simmstown».

Blain miró a su visitante, luego a la fotografía y después de nuevo a su visitante. Los dos eran el mismo, indudablemente el mismo. La sangre empezó a martillear en las arterias del doctor.

La automática cayó, titubeó, se alzó un poco una vez más.

—Sus preguntas se han anticipado —murmuró el difunto James Winstanley Clegg—. No, éste no es una caso de despertar espontáneo de un sueño cataléptico. Su idea es ingeniosa, pero no explica lo verdaderamente ocurrido.

—Entonces… ¿qué caso es éste? —preguntó Blain con súbito valor,

—Se trata de una confiscación.

Los ojos del cadáver se movieron de un modo muy poco natural.

—Nos hemos apropiado de algo —continuó el visitante—. Ante usted se halla un hombre que ha sido poseído —se permitió una sonrisa de vampiro—. Parece que, en vida, este cerebro estuvo dotado del sentido del humor.

—Sin embargo, yo no puedo…

—¡Silencio! —El arma se movió para dar énfasis a la orden—. Nosotros hablaremos y usted escuchará. Nosotros comprenderemos todos sus pensamientos.

—Perfectamente.

El doctor Blain tomó de nuevo asiento en su silla sin dejar de mirar con disimulo a la puerta. Estaba convencido de que se las había la con un loco. Sí, con un maniático… a pesar de lo de la lectura de los pensamientos, a pesar de la fotografía del recorte.

—Hace días —gargageó Clegg, o lo que había sido Clegg—, una cosa llamada meteoro aterrizó en las proximidades de esta ciudad.

—Ya lo leí —admitió Blain—. Lo buscaron, pero no lo encontraron.

—Ese fenómeno era en realidad una nave del espacio —la automática temblaba en la débil mano; el visitante apoyó el arma sobre su regazo—. Era una nave del espacio que nos trajo desde nuestro mundo, Glantok. La nave era extraordinariamente pequeña para los tamaños de ustedes, pero es que nosotros también somos pequeños. Muy pequeños. Somos submicroscópicos, y nos contamos por miríadas. No, no somos gérmenes inteligentes —el nauseabundo ser robó el pensamiento de la mente del que escuchaba—. Somos aún menos que eso —hizo una pausa para buscar palabras más explícitas—. En masa, parecemos un liquido. Puede usted catalogarnos como virus inteligentes.

—¡Oh! —exclamó Blain.

Luchaba para calcular el número de saltos que precisaba dar para alcanzar la puerta, calculándolos sin revelar sus pensamientos.

—Nosotros los glantokianos somos parásitos en el sentido de que habitamos y controlamos los cuerpos de criaturas de más bajo nivel. Vinimos aquí al mundo de ustedes, ocupando el cuerpo de un pequeño mamífero glantokiano.

Tosió, produciendo un viscoso ruido en su gaznate. Luego continuó:

—Cuando aterrizamos y salimos al exterior, un perro excitado persiguió a nuestro animal y lo atrapó. Nosotros, a nuestra vez atrapamos al perro. El animal glantokiano murió y nosotros salimos de él. El perro no nos servía para nuestro propósito, pero sí sirvió para transportarnos al interior de la ciudad y para encontrar este cuerpo, Cuando abandonamos al perro, éste se dejó caer palas arriba y murió.

La puerta de la verja produjo un súbito chirrido que puso en tensión los nervios de Blain. Unos pasos ligeros resonaron en el sendero de asfalto que conducía a la puerta principal. Blain esperó casi sin respirar, con los oídos tensos y los ojos muy abiertos.

—Tomamos este cuerpo, licuamos la congelada sangre, aflojamos las rígidas articulaciones, suavizamos los muertos músculos, e hicimos andar el cadáver. Parece ser que su cerebro fue en vida bastante inteligente y que sus recuerdos permanecían perfectamente ordenados. Utilizamos la inteligencia del cerebro muerto para pensar en términos humanos y para conversar con usted.

Los pasos que se aproximaban sonaron ya muy cerca. Blain colocó sus pies en posición firme sobre la alfombra, apretó sus manos contra los brazos del sillón y luchó para mantener bajo dominio sus pensamientos. El otro no pareció notar nada; mantenía su cadavérico rostro vuelto hacia Blain y continuaba pronunciando sus gangosas palabras:

—Bajo nuestro control, el cuerpo robó estas ropas y esta arma. Su propio cerebro muerto recordó para lo que servía el arma y nos explicó el modo de usarla. También nos habló de usted.

—¿De mí?

El doctor Blain, inclinado hacia adelante, movió sus brazos mientras calculaba si su proyectado salto le pondría lejos del alcance de la automática. Los pasos que sonaban en el exterior habían llegado a los escalones.

—No es prudente lo que hace —le advirtió el individuo que decía ser un cadáver —. Sus pensamientos son no sólo observados sino que anticipamos sus conclusiones.

Blain aflojó la tensión. Los pasos estaban subiendo la escalera.

—Pero un cuerpo muerto es meramente un substituto —continuó el otro—. Necesitamos uno vivo, que posea toda su capacidad orgánica. Cuando nos multipliquemos, necesitaremos más cuerpos. Desgraciadamente, la susceptibilidad del sistema nervioso se halla en proporción directa con la inteligencia del sujeto.

Se aclaró el gaznate y luego tosió, produciendo el mismo liquido carraspeo de antes.

—No podemos garantizar, al ocupar los cuerpos de los inteligentes, que no les volvamos locos, y un cerebro desordenado nos resulta tan poco conveniente como uno recién muerto. Nos resulta tan inútil como una máquina estropeada le resulta a usted.

Las pisadas cesaron. La puerta del departamento se abrió y alguien penetró en el pasillo. La puerta se cerró luego. Unos pies anduvieron por encima de la alfombra camino de la sala de espera.

—Por lo tanto —continuó el humano que no era humano—, debemos posesionarnos de los inteligentes cuando éstos se hallen tan profundamente inconscientes que no se den cuenta de nuestra invasión, y nuestra posesión debe estar completada cuando se despierten. Necesitamos, pues, la ayuda de alguien capaz de tratar a los inteligentes de la manera que nosotros deseamos, y que lo haga sin despertar sospechas de nadie. En una palabra, requerimos la cooperación de un médico.

Los espantosos ojos se hincharon ligeramente. Su poseedor añadió:

—Como no tenemos poder para seguir animando mucho tiempo este cuerpo ineficaz, debemos disponer de uno fresco, vivo, saludable, tan pronto como nos sea posible.

Los pies que sonaban en el pasillo titubearon, se detuvieron. La puerta se abrió. En aquel momento, el difunto Clegg apuntó con un pálido dedo a Blain y barbotó:

—Usted nos va a ayudar —y el dedo, se dirigió entonces hacia la puerta—. O ese cuerpo será el primero.

La muchacha que estaba en el umbral era joven, rubia, agradablemente llenita. Permaneció inmóvil, cubriéndose con una mano su pequeña boca roja y medio abierta. Sus azules ojos, muy abiertos, contemplaban con temerosa fascinación la blanqueada máscara que había tras el dedo que apuntaba hacia ella.

Reinó un momento de profundo silencio mientras el individuo cadavérico mantenía su ademán. Las facciones del mismo sufrieron un progresivo acromatismo, tornándose aún más incoloras, más cenicientas. Su pupilas —muertas bolas en unas heladas órbitas— brillantes súbitamente con repentina luz, una luz verde, infernal. El individuo se puso torpemente en pie, no sin balancearse sobre los talones primero hacia adelante y después hacia atrás.

La muchacha carraspeó. Bajó la vista y vio la automática en aquella mano escapada de la tumba. Entonces lanzó un grito agudo. Fue un grito que sugería que arrastraban su alma hacia lo desconocido. Luego, cuando el muerto vivo avanzó hacia ella, cerró los ojos y se desplomó.

Blain llegó junto a la muchacha en el preciso instante en que tocaba el suelo. Había cubierto la distancia en tres frenéticos saltos. Sostuvo el suave y moldeado cuerpo, salvándolo de recibir un golpe. Apoyó su cabeza sobre la alfombra y palmoteó sobre sus mejillas vigorosamente.

—Se ha desmayado —gruñó enfadado—. Puede ser una enferma, o quizás viniera a buscarme para que fuese a ver a un paciente. Quizás se trate de un caso de urgencia.

—¡Basta!

La voz fue imperiosa, a pesar de su fantástico borboteo. El arma apuntó ahora directamente a la frente de Blain.

—Vemos, a través de los pensamientos de usted que este desmayo es una cosa temporal. Sin embargo, resulta oportuno.

Aprovéchese usted de la situación, anestesie el cuerpo, y nosotros lo ocuparemos.

Arrodillado como estaba junto a la joven, Blain miró hacia arriba, y lenta y firmemente dijo:

—¡Les mandaré a ustedes al infierno!

—¡No necesitaba usted decirlo! —replicó el individuo.

Hizo, una horrible mueca y dio dos pasos de autómata hacia adelante.

—Usted hará lo que le digo, o bien lo haremos nosotros con la ayuda del propio conocimiento de usted y del propio cuerpo de usted. Le metemos una bala en el corazón, tomamos posesión de usted, reparamos la herida, y usted es nuestro. «¡Maldito sea usted!» —añadió robando las palabras de los propios labios de Blain. Y continuó—: Podemos hacer uso de usted en cualquier caso, pero preferimos un cuerpo vivo a uno muerto.

Mientras lanzaba una desesperada mirada a su alrededor, el doctor Blain pronunció una plegaria mental en busca de ayuda… una plegaria que interrumpió al ver la sonrisa de su antagonista, que la había entendido. Se puso en pie, alzó la inerte figura de la muchacha y la condujo, atravesando la puerta y el pasillo, a su departamento de cirugía. Lo que había sido el cuerpo de Clegg avanzó grotescamente tras él.

Tras de haber depositado suavemente a la muchacha en un sillón, Blain le froto las manos y las muñecas y le dio de nuevo golpecitos en las mejillas. Un ligero color afluyó al rostro de la desmayada, que movió los párpados. Blain llegó hasta un armario, abrió sus puertas de cristal y sacó de él una botella de sal volátil. En aquel momento sintió algo duro en mitad de la espalda. Era el cañón de la automática.

—Olvida usted que el proceso que sigue su mente es para nosotros un libro abierto; Está usted intentando reavivar el cuerpo y así ganar tiempo.

La asquerosa forma que había detrás del arma forzó a sus músculos faciales a que hicieran una retorcida mueca.

—Deje el cuerpo en esa mesa y anestésielo —continuó.

A regañadientes, el doctor Blain apartó su mano del armario. Luego cogió a la muchacha y la depositó sobre la mesa de operaciones, encendiendo a continuación la poderosa lámpara que colgaba directamente sobre ella.

—¡Más comedia! —comentó el otro—. ¡Apague esa lámpara! Con la otra hay luz más que suficiente.

Blain apagó la lámpara. Su rostro reflejaba la mayor agitación, pero mantenía la cabeza erecta, los puños crispados.

Miró cara a cara la amenazadora arma y dijo:

—Escúcheme. Voy a hacerle una proposición.

—¡Tonterías! —exclamó el difunto Clegg, paseándose alrededor de la mesa cortos y arrastrados pasos. Como le hemos dicho antes, está usted intentando ganar tiempo. Su propio cerebro nos advierte de ello…

Se interrumpió bruscamente cuando la desmayada muchacha comenzó a murmurar vagas palabras e intentó erguirse.

—¡De prisa! ¡La anestesia!

Antes de que se pudieran mover, la muchacha se sentó.

Una vez sentada contempló fijamente aquel horroroso rostro que maullaba y hacia muecas a un pie de su propio rostro.

Se estremeció y dijo lastimosamente:

—¡Déjenme salir de aquí! ¡Déjenme salir, por favor!

Una fofa mano avanzó con objeto de empujarla. Pero la joven se dejó caer hacia atrás para evitar el contacto de aquella asquerosa carne.

Tomando ventaja de la ligera distracción del otro, Blain deslizó una de sus manos hacia su propia espalda en busca de un atizador de adorno que colgaba de la pared. Pero el arma de fuego se alzó en el mismo instante en que sus dedos encontraban la improvisada arma y se curvaban sobre su frío metal.

—¡Qué olvidadizo! —exclamó el extraño ser mientras pequeños puntos brillaban en sus vacías órbitas—. La comprensión mental no tiene limitada su dirección. Le vemos a usted aun cuando estos ojos miren a otra parte. —La pistola se movió señalando a la muchacha—. Ate ese cuerpo.

Obediente, el doctor Blain se proveyó de vendas y ato concienzudamente la muchacha a la mesa. El cabello gris del médico estaba desordenado y su rostro cubierto de sudor mientras apretaba los nudos. Miró a la joven con valor apenas justificado y murmuró:

—Paciencia… No tenga miedo.

Echó una significativa mirada al reloj colgado de la pared. Las manecillas indicaban que faltaban dos minutos para las ocho.

—Así que usted espera ayuda —dijo la voz de una miríada de seres—. Ayuda de Tod Mercer, su criado, que debía ya estar aquí. Usted cree que podría ayudarle en algo, aunque tiene poca fe en su ingenio. En opinión de usted, posee el cerebro de un buey… Es demasiado estúpido para saber en dónde tiene su mano derecha.

—¡Es usted el diablo! —exclamó el doctor Blain al oír aquel recital de sus propios pensamientos.

—Que llegue ese Mercer. Servirá de mucho, ¡pero a nosotros! Tenemos bastante con dos cuerpos… y un tonto vivo siempre es mejor que un inteligente muerto.

Sus anémicos labios se fruncieron en una mueca que puso al descubierto unos secos dientes.

—Mientras tanto, trabaje usted con este cuerpo.

—No creo que tenga ningún otro —protestó Blain.

—Tiene usted que hacer algo. Su corteza cerebral lo grita. Dese prisa, pues de lo contrario vamos a perder la paciencia y nos posesionaremos de usted aún a costa de su salud mental.

Tragando saliva, Blain abrió un cajón y extrajo de él una mascarilla nasal. Arregló su apósito de gasa y colocó el artefacto sobre la nariz de la asustada muchacha. Pensó que no había peligro en hacer a la joven un guiño tranquilizador. Un guiño no es un pensamiento.

Abriendo el armario una vez más, el doctor forzó a su mente, valiéndose de todas sus facultades, a recitar: «Eter, éter, éter». Al mismo tiempo acercó su mano a una botella de ácido sulfúrico concentrado. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para lograr su doble propósito. Sus dedos se acercaban cada vez más a la botella. Por fin la cogió.

Forzando a cada fibra de su cuerpo a hacer una cosa mientras mentalmente pensaba en otra, el doctor se volvió al tiempo que quitaba el tapón de cristal a la botella. Entonces quedó inmóvil, con la abierta botella en su mano derecha.

El muerto se colocó inmediatamente frente a él, arma en ristre.

—¡Éter! —Cloquearon en tono de mofa las cuerdas vocales de Clegg—. La mente consciente de usted grita: «¡Eter!», al tiempo que su subconsciente murmura: «¡Ácido!». ¿Cree usted que su inferior inteligencia puede enfrentarse con la nuestra? ¿Cree usted que puede destruir lo que ya está muerto? ¡Es usted un tonto!

La pistola automática se aproximó aún más al doctor.

—Venga la anestesia… sin más dilaciones.

Sin contestar, el doctor Blain volvió a cerrar la botella y la dejó en su sitio. Luego, lentamente, moviéndose lo más despacio que pudo, cruzó la habitación hasta llegar a un armario más pequeño, abrió éste y extrajo de él una pequeña botella de éter. Colocó la botella sobre el radiador y empezó a cerrar el armario.

—¡Quítela de ahí! —cacareó la extraña voz en un tono agudo que delataba la mayor impaciencia.

El arma emitió un tintineo de advertencia al tiempo que Blain se apoderaba de nuevo de la botella.

—De modo que esperaba usted que el radiador hiciera que el líquido se evaporase con la suficiente rapidez para que la botella estallase, ¿eh?

El doctor Blain no contestó. Tardando todo lo que le era posible, trasladó el líquido a la mesa. La muchacha, con los ojos muy abiertos por el efecto del miedo, le vio acercarse y lanzó un pequeño gemido. Blain dirigió una mirada al reloj, pero aunque fue una mirada muy rápida, su atormentador captó el pensamiento que había tras ella y sonrió.

—Él está aquí ahora —dijo.

—¿Quién está aquí? —preguntó Blain.

—Su criado, Mercer. Está ahí fuera, a punto de entrar. Percibimos el tonto vagabundeo de su débil mente. Tenía usted razón al pensar sobre la pequeñez de su inteligencia.

La puerta se abrió, confirmando lo que el visitante había dicho. La muchacha intentó levantar la cabeza. En, susojos brilló una luz de esperanza.

—Mantenga la boca de la joven abierta con algo —articuló la voz que obraba bajo el extraño control—. Utilizaremos la boca para entrar.

El visitante hizo una pausa mientras unos pesados pies se posaban sobre el felpudo de la puerta.

—Llame a ese tonto para que venga aquí. Lo utilizaremos también.

El doctor Blain, a quien se le iban hinchando las venas de la frente, llamó:

—¡Tod! ¡Venga aquí!

Encontró una mordaza dental con la almohadilla puesta. La excitación mantenía tensos los nervios del doctor de los pies a la cabeza. Ningún arma podía disparar en dos direcciones a la vez. Si él lograba hacer que el idiota de Mercer se colocase en la posición adecuada… Si le pudiera advertir… Si él se encontraba en un lado y Tod en el otro…

—No lo intente —le advirtió el resucitado Clegg—. Ni siquiera piense en ello. Si lo hace, acabaremos por posesionarnos de ambos.

Tod Mercer penetró en la habitación. Sus pesadas suelas pisaron la alfombra. Era un hombre corpulento, y su grueso rostro de luna llena, con barba de dos días, surgía muy cerca de sus anchos hombros. Se detuvo cuando vio que en la mesa de operaciones había una muchacha. Sus grandes y estúpidos ojos pasaron de la muchacha al doctor.

—¡Hola, doctor! —dijo con voz insegura—. Tuve un pinchazo y fue necesario cambiar un neumático en la carretera.

—No se preocupe —dijo un gorgoteo irónico detrás de él—. Ha llegado usted muy a tiempo.

Tod se volvió lentamente, moviendo sus botas como si cada una de ellas le pesara una tonelada. Miró a aquello que había sido Clegg y dijo:

—Perdóneme, señor. No sabía que estaba usted aquí.

Sus ojos, parecidos a los de las vacas, recorrieron, sin demostrar el menor interés, al muerto vivo y la pistola automática. Luego se volvieron hacia el anhelante Blain. Tod abrió la boca como para decir algo. Luego la cerró. Una expresión como de ligera sorpresa apareció en su grueso rostro. Sus ojos se volvieron de nuevo para mirar hacia su costado, encontrándose otra vez con la automática.

Esta vez, la mirada no duró ni una décima de segundo. Los ojos de Tod se dieron cuenta de lo que veían, y con asombrosa rapidez, descargó sobre las terribles facciones de lo que había sido Clegg un puño como un jamón, El golpe resultó dinamita, pura dinamita. El cadáver se desplomó con un golpe que hizo retemblar toda la habitación.

—¡Rápido! —gritó el doctor—. Coja el arma.

A continuación, el doctor volcó la mesa de operaciones, con muchacha y todo, haciendo que el mueble diera un fuerte golpe al arma que aún sujetaba una débil mano.

Tod Mercer no salía de su asombro y sus ojos iban de un lado a otro. De la pistola surgió un disparo estruendoso.

La bala rozó el metálico y tubular borde de la mesa y, silbando, fue a incrustarse en la pared, arrancando un trozo de yeso de un pie de ancho.

Blain lanzó un frenético puntapié contra una débil muñeca, pero falló, pues el propietario de la misma la apartó en aquel instante. La pistola se disparó de nuevo. Se oyó un ruido de cristales en el armario más lejano. La muchacha, atada a la mesa, lanzó un agudo chillido.

Aquel grito penetró en el espeso cerebro de Mercer, impulsándole a la acción. Dejando caer una gran bota, aprisionó una muñeca, que pareció de goma bajo su tacón, logrando que los fríos dedos soltaran la pistola. Luego cogió el arma e hizo puntería con ella.

—No, si no puede usted matar eso, así —gritó Blain.

Dio un empujón a Tod Mercer para poner más énfasis a sus palabras.

—Saque a la muchacha de aquí. ¡Apresúrese, hombre por el amor de Dios!

La prisa que había en la voz de Blain no admitía espera. Mercer dejó la automática, llegó hasta la mesa y rompió las ligaduras que aprisionaban a la quejumbrosa joven. Sus enormes brazos la levantaron al fin, sacándola de la habitación.

Tendido en el suelo, aquel cuerpo robado se retorcía y luchaba por ponerse en pie. Sus extrañas pupilas habían desaparecido. Las órbitas de sus ojos estaban ahora llenas de movedizos charcos de luminosidad de color de esmeralda. Su boca se abrió como si estuviera vomitando una fosforescencia de color verde brillante. ¡Las huevas procedentes de Glantok abandonaban a su anfitrión!

El cuerpo logró incorporarse, quedando con la espalda apoyada en la pared. Sus miembros se habían retorcido adoptando posturas de pesadilla. Era un terrible disfraz de ser humano. La masa color verde, de una tonalidad brillante y vívida, fluía de sus ojos, de su boca, formando serpenteantes riachuelos y luego charcos en el suelo.

Blain llegó hasta la puerta en un gigantesco salto, cogiendo al pasar la botella de éter, que estaba, sobre la mesa. Al alcanzar el umbral de la puerta se detuvo temblando. Luego arrojó la botella en medio de la verde masa. A continuación encendió su encendedor, que arrojó tras la botella. Toda la habitación se llenó al instante de llamas, formándose una hoguera infernal.

La muchacha se agarró fuertemente al brazo de Blain mientras, desde la carretera, observaban cómo ardía la casa. La joven dijo:

—Vine a buscarle a usted para que fuera a ver a mi hermano menor. Creemos que tiene el sarampión.

—Iré pronto a verle —prometió Blain.

Un «Sedan» subía por la carretera y se detuvo cerca de ellos, aunque manteniendo el motor en marcha. Un policía sacó la cabeza por la ventanilla y gritó:

—¡Qué desastre! Vimos el resplandor desde una milla de distancia. Ya hemos avisado a los bomberos.

—Temo que lleguen demasiado tarde —repuso Blain.

—¿Tenía asegurado el edificio? —preguntó el policía con amabilidad.

—Sí.

—¿Todas las personas están fuera de él?

Blain afirmó con la cabeza. El policía, antes de marcharse, dijo:

—Hemos venido por aquí en busca de un loco que se ha escapado.

El «Sedán» rugió y se puso en marcha.

—¡Eh! —gritó Blain.

El coche se detuvo de nuevo.

—¿No se llamaba ese loco James Winstanley Clegg? —preguntó el doctor.

—¿Clegg? —dijo la voz del conductor desde el otro lado del «Sedán»—. Ese era el individuo cuyo cadáver desapareció del depósito cuando el vigilante volvió la espalda durante un minuto. Lo más curioso es que encontraron un perro muerto precisamente en el sitio donde había estado el cuerpo de Clegg. Los periodistas empezaron a decir que se trataba de un lobo, pero a mí me pareció un perro.

—De todos modos, el loco no es Clegg —dijo el policía que había hablado primero—. El loco se llama Wilson. Es bajito, pero de cuidado.

Alargó un brazo desde el coche y entregó a Blain una fotografía. El doctor observó el retrato a la luz de las crecientes llamas. El hombre que aparecía en él no tenía el menor parecido con su visitante de aquella tarde.

—Recordaré ese rostro —comentó el doctor devolviendo el retrato al policía.

—¿Sabe usted algo sobre el misterio de Clegg? —preguntó el chofer.

—Sólo sé que está muerto —contestó Blain sin faltar un ápice a la verdad.

Con ademán pensativo, el doctor Blain observó cómo las llamas que surgían de lo que había sido su hogar llegaban casi al cielo. Se volvió a Mercer, que estaba con la boca abierta, y dijo:

—Lo que me extraña es cómo se las arregló usted para pegar a ese individuo sin que él se anticipara a adivinar su intención, disparándole un tiro a quemarropa.

—Vi el arma y le pegué —explicó Mercer extendiendo las manos como disculpándose—. Al ver que tenía un arma, le pegué maquinalmente sin pensar en nada.

—¡Sin pensar en nada! —murmuró Blain.

Esto los había salvado.

El doctor Blain se mordió el labio inferior sin dejar de mirar la creciente hoguera. El techo se hundió con un violento crujido y del hueco surgió un haz de chispas.

—Dentro de su mente, pero no en sus oídos, sonaron unos ligeros y extraños gemidos que se fueron haciendo cada vez más débiles hasta que al cabo cesaron.

Horror en Salem - Henry Kuttner (relato completo)

 
 
 Horror en Salem
 Henry Kuttner

La primera vez que Carson reparó en los ruidos de su sótano, los atribuyó a las ratas. Más tarde, empezó a oír historias que circulaban entre los supersticiosos polacos que trabajaban en el molino de Derby Street acerca de la primera persona que ocupó la antigua casa, Abigail Prinn. Ya no vivía nadie que recordara a la diabólica bruja, pero las morbosas leyendas que proliferaban por el «distrito de las brujas» de Salem como hierbas en una tumba, daban inquietantes detalles sobre sus actividades, y eran desagradablemente explícitas respecto a los detestables sacrificios que se sabía había realizado a una imagen carcomida y cornuda de dudoso origen.

Los más ancianos aún hablaban en voz baja de Abbie Prinn y de sus monstruosos alardes sobre que era la gran sacerdotisa del poderoso dios que moraba en la profundidad de los montes. En efecto, fueron estos alardeos de la vieja bruja los que acarrearon su súbita y misteriosa muerte en 1692, época de los famosos ahorcamientos de Gallows Hill. A nadie le gustaba hablar de esto, aunque a veces alguna vieja desdentada se atrevía a comentar medrosamente que las llamas no podían quemarla, porque todo el cuerpo había asumido la peculiar anestesia de su condición de bruja.

Abbie Prinn y su anómala estatua habían desaparecido hacía muchísimo tiempo, pero aún resultaba difícil encontrar inquilinos para su casa decrépita, de fachada en gabletes, con un segundo piso sobresaliente, y curiosas ventanas con cristales en rombos. La fama de malignidad de la casa se había extendido por todo Salem. En realidad, no había sucedido nada allí, en los recientes años, que pudiese dar origen a historias inexplicables; pero quienes llegaban a alquilar la casa solían mudarse a toda prisa, generalmente con vagas y poco satisfactorias explicaciones relacionadas con las ratas.

Y fue una rata la que llevó a Carson a la Habitación de la Bruja.

Los apagados chillidos y golpes en el interior de las podridas paredes habían alarmado a Carson más de una vez durante las noches de su primera semana en la casa, que había alquilado para conseguir la soledad que necesitaba para terminar una novela que le habían estado pidiendo los editores... otra novela de amor que añadir a la larga lista de éxitos populares. Pero hasta algún tiempo después, no empezó a abrigar ciertas sospechas disparatadamente fantásticas acerca de la inteligencia de la rata que una vez se escabulló de debajo de sus pies, en dirección al oscuro vestíbulo.

La casa tenía instalación eléctrica, pero la bombilla del vestíbulo era floja y daba una luz muy pobre. La rata era una sombra negra, deforme, cuando saltó a pocos metros de él y se detuvo, al parecer, para observarle.

En otra ocasión, Carson pudo echar al animal con un gesto amenazador, y reanudar su trabajo. Pero el tráfico de Derby Street era desusadamente ruidoso, y le resultaba difícil concentrarse en su novela. Sus nervios, sin razón aparente, estaban tensos; por otra parte, la rata, vigilándole fuera de su alcance, le contemplaba con burlona diversión.

Sonriéndose de su propia presunción, dio unos pasos hacia la rata, ésta echó a correr hacia la puerta del sótano, y entonces vio él con sorpresa que estaba entornada. Pensó que debió olvidarse de cerrarla la última vez que estuvo allí, aunque generalmente tenía cuidado de dejar todas las puertas cerradas, pues la vieja casa tenía corrientes de aire.

La rata aguardó en la puerta.

Irracionalmente molesto, Carson se fue hacia ella a toda prisa, poniendo en fuga a la rata escaleras abajo. Encendió la luz del sótano y la vio en un rincón. La rata le observó atentamente con sus ojitos relucientes.

Al descender las escaleras no había podido evitar la sensación de que se estaba comportando como un idiota. Pero su trabajo había sido agotador, y subconscientemente aceptaba con agrado cualquier interrupción. Cruzó el sótano en dirección a la rata, viendo con asombro que la bestezuela permanecía inmóvil, vigilándolo.

—Se comporta de manera anormal —pensó; y la mirada fija de sus ojos como botones resultaba un tanto inquietante.

Luego se rió de si mismo, pues la rata dio un brinco repentino y desapareció por un agujero de la pared del sótano. Desmañadamente, rascó una cruz con la punta del pie en la suciedad que había delante de la madriguera, decidiendo poner allí mismo un cepo por la mañana.

El hocico de la rata y sus desiguales bigotes, aparecieron cautelosamente. Avanzó y luego vació y retrocedió. Después el animal empezó a conducirse de un modo singular e inexplicable, casi como si estuviese bailando, pensó Carson. Avanzaba como a tientas, y luego se retiraba otra vez. Daba un salto hacia adelante, y se paraba en seco, luego saltaba hacia atrás apresuradamente, como si hubiese una serpiente enroscada ante la madriguera, alerta para evitar la huida de la rata. Pero no había nada, salvo la cruz que Carson había trazado en el polvo.

Indudablemente era el propio Carson quien impedía la fuga de la rata, pues estaba a poca distancia de la madriguera. Así que dio un paso adelante, y el animal desapareció apresuradamente por el agujero. Picado en su curiosidad, Carson buscó un palo y hurgó en el agujero, tanteando. Al hacerlo, sus ojos, próximos a la pared, descubrieron algo extraño en la losa de piedra que había encima de la madriguera de la rata. Una rápida ojeada en torno a su borde confirmó sus sospechas. La losa debía ser movible.

Carson la inspeccionó minuciosamente, y notó una depresión en su borde a modo de asidero. Sus dedos se acoplaron cómodamente a la muesca, y probó a tirar. La piedra se movió un poco y se paró. Tiró con mas fuerza y, con una rociada de tierra seca, la losa se separó del muro girando como si tuviese goznes. Un rectángulo negro, hasta la altura del hombro, quedó abierto en la pared. De sus profundidades emanó un hedor mohoso, desagradable, de aire estancado, y Carson, involuntariamente, retrocedió un paso. Súbitamente, recordó las monstruosas historias sobre Abbie Prinn y los espantosos secretos que se suponía guardaba en su casa. ¿Había tropezado él con alguna cámara secreta de la bruja, tanto tiempo desaparecida?

Antes de entrar en la negra abertura tomó la precaución de coger una linterna de arriba. Luego, cautelosamente, agachó la cabeza y se deslizó por el estrecho y maloliente pasadizo, dirigiendo el haz de luz ante sí para explorar el terreno. Estaba en un estrecho túnel, escasamente más alto que su cabeza, con pavimento y paredes de losas. Seguía recto quizá unos cinco metros, y luego se ensanchaba formando una cámara espaciosa.

—Indudablemente un escondite de Abbie Prinn, un cuarto secreto —pensó—, que sin embargo no pudo salvarla el día que el populacho enloquecido de pavor invadió furioso Derby Street.

Aspiró con una boqueada de asombro. La habitación era fantástica, asombrosa.

Fue el suelo lo que atrajo la mirada de Carson. El oscuro gris de la pared circular cedía sitio aquí a un mosaico de piedra multicolor en el que predominaban los azules y los verdes y los púrpuras: en efecto, no había colores más cálidos. Debía de haber miles de trocitos de piedras de colores componiendo el dibujo, pues ninguno era mayor que el tamaño de una nuez. El mosaico parecía seguir algún trazado concreto, desconocido para Carson; había curvas de color púrpura y violeta combinadas con líneas angulosas verdes y azules, entremezcladas en fantásticos arabescos. Había círculos, triángulos, un pentáculo, y otras figuras menos familiares. La mayoría de las líneas y figuras irradiaban de un punto concreto: el centro de la cámara, donde había un disco circular de piedra completamente negra de alrededor de medio metro de diámetro.

Era muy silenciosa. No se oían los ruidos de los coches que de cuando en cuando pasaban por Derby Street. En una alcoba poco profunda excavada en el muro, Carson descubrió unas marcas sobre las paredes, y se dirigió lentamente hacia allí, recorriéndolas de arriba abajo con la luz de su linterna.

Las marcas, fueran lo que fuesen, habían sido pintadas en la piedra hacía tiempo, pues lo que quedaba de los misteriosos símbolos era indescifrable. Carson vio varios jeroglíficos parcialmente borrados que le recordaban el estilo árabe, aunque no estaba seguro. En el suelo de la alcoba había un disco de metal corroído de unos dos metros y medio de diámetro, y Carson tuvo la clara sensación de que era movible. Aunque no hubo manera de levantarlo.

Se dio cuenta de que se hallaba de pie exactamente en el centro de la cámara, en el círculo de piedra negra donde convergía el singular trazado. Nuevamente se le hizo patente el completo silencio. Movido por un impulso, apagó la luz de su linterna. Instantáneamente reinó la oscuridad más absoluta. En ese momento, una singular idea se deslizó en su mente. Se imaginó a si mismo en el fondo de un pozo, y que de arriba descendía un flujo que se derramaba por el eje de la cámara para tragárselo. Tan fuerte fue su impresión que realmente le pareció oír un tronar apagado, como el rugido de una catarata. Singularmente alarmado, encendió la luz y miró rápidamente en torno suyo. El percutir que sentía era, naturalmente, el pulso de su sangre, que se hacía audible en el completo silencio: fenómeno bastante familiar. Pero si este lugar era tan silencioso...

La idea le asaltó como una súbita punzada en su conciencia. Este era un sitio ideal para trabajar. Podía instalar la luz eléctrica, bajar una mesa y una silla, utilizar un ventilador si era necesario, aunque el olor a moho que había notado al principio parecía haber desaparecido por completo. Se dirigió hacia la entrada del pasadizo, y al salir de la habitación experimentó un inexplicable relajamiento de sus músculos, aunque no se había dado cuenta de que los tenía contraídos. Lo atribuyó al nerviosismo, y subió a prepararse un café y a escribir al dueño de la casa, que vivía en Boston, contándole el descubrimiento que había hecho.

El visitante miró con curiosidad hacia el vestíbulo, una vez que hubo abierto Carson la puerta, y asintió para sí como con satisfacción. Era un hombre de figura flaca y alta, con espesas cejas de color gris acero que sobresalían por encima de unos penetrantes ojos grises. Su rostro, aunque fuertemente marcado y flaco, carecía de arrugas.

—¿Viene por la Habitación de la Bruja? —preguntó Carson con sequedad.

El dueño de la casa se había ido de la lengua, y durante la última semana había estado atendiendo de mala gana a anticuarios y ocultistas deseosos de echar una ojeada a la cámara secreta en la que Abbie Prinn había murmurado sus ensalmos.

El mal humor de Carson había ido en aumento, y hasta pensó en la posibilidad de mudarse a un lugar más tranquilo; pero su innata obstinación le había hecho quedarse, decidido a terminar su novela, pese a todas las interrupciones. Ahora, mirando a su visitante fríamente, dijo:

—Lo siento, pero no se puede visitar ya más.

El otro le miró sobresaltado, pero casi inmediatamente brilló en sus ojos un destello de comprensión. Extrajo una tarjeta y se la ofreció a Carson.

—Michael Leigh, ocultista, ¿eh? —repitió Carson.

Aspiró profundamente. Los ocultistas, había descubierto, eran los peores, con sus oscuras alusiones a cosas innominadas y su profundo interés en el trazado del mosaico del suelo de la Habitación de la Bruja.

—Lo siento, señor Leigh, pero... de veras; estoy muy ocupado. Discúlpeme.

Y secamente, dio media vuelta hacia la puerta.

—Un momento —dijo Leigh con rapidez.

Antes de que Carson pudiese protestar, había cogido al escritor por el hombro, y le miraba fijamente a los ojos. Sobresaltado, Carson retrocedió, pero no antes de ver aparecer una extraordinaria expresión, mezcla de aprensión y satisfacción, en el flaco rostro de Leigh. Era como si el ocultista hubiese visto algo desagradable... aunque no inesperado.

—¿Que es esto? —preguntó Carson con aspereza—. No estoy acostumbrado...

—Lo siento muchísimo —dijo Leigh. Su voz era profunda, agradable—. Debo disculparme. Pensaba... bien, discúlpeme otra vez. Me temo que estoy algo excitado. Mire, he venido de San Francisco para ver la Habitación de la Bruja. ¿De veras que no me permite verla? Le pagaría lo que fuese.

—No —dijo; empezaba a sentir una perversa simpatía por este hombre, con su voz agradable y modulada, su rostro poderoso y su atractiva personalidad—. No, sencillamente deseo un poco de paz; no tiene usted idea de lo que me han molestado —prosiguió, vagamente sorprendido al darse cuenta de que hablaba en tono de disculpa—. Es una molestia espantosa. Casi desearía no haber descubierto esa habitación.

Leigh se acercó con ansiedad.

—¿Puedo verla? Representa muchísimo para mí; estoy inmensamente interesado en esas cosas. Le prometo no robarle más de diez minutos de su tiempo.

Carson vaciló, y luego asintió. Mientras conducía a su visitante al sótano, se puso a contarle las circunstancias del descubrimiento de la Habitación de la Bruja. Leigh escuchaba atentamente, interrumpiéndole de cuando en cuando con alguna pregunta.

—Y la rata, ¿sabe usted qué ha sido de ella? —preguntó.

Carson se quedó sorprendido.

—Pues no. Supongo que se ocultaría en su madriguera. ¿Por qué?

—Nunca se sabe —dijo Leigh enigmáticamente, cuando entraban en la Habitación de la Bruja.

Carson encendió la luz. Había instalado la electricidad, y había unas cuantas sillas y una mesa; por lo demás, la habitación estaba intacta. Carson observó el rostro del ocultista, y vio con sorpresa que se había puesto ceñudo, casi enfadado. Leigh se encaminó al centro de la habitación, mirando la silla colocada sobre el círculo de piedra negra.

—¿Trabaja usted aquí? —preguntó lentamente.

—Sí. Es un sitio tranquilo... He visto que no hay manera de trabajar arriba. Hay demasiado ruido. Pero este sitio es ideal; me resulta muy fácil escribir aquí. Mi pensamiento se siente... —dudó— libre; o sea, desvinculado de las demás cosas. Es una sensación de lo más extraordinaria.

Leigh asintió como si las palabras de Carson confirmasen alguna idea suya. Se volvió hacia la alcoba del disco metálico en el suelo. Carson le siguió. El ocultista se acercó a la pared, repasó los borrosos símbolos con el dedo índice. Murmuró algo en voz baja, unas palabras que a Carson le sonaron como una especie de balbuceo:

—Nyogtha... k'yarnak...

Se volvió, con el rostro serio y pálido.

—Ya he visto bastante —dijo suavemente—. ¿Nos vamos?

Sorprendido, Carson asintió, y le condujo de nuevo al sótano. Una vez arriba, Leigh vaciló, como si le resultase difícil abordar el tema. Por último, pregunto:

—Señor Carson, ¿le importaría decirme si ha tenido usted algún sueño extraño últimamente?

Carson se quedó mirándole, con la burla bailándole en los ojos.

—¿Sueños? —repitió—. ¡Oh!, comprendo. Bueno, señor Leigh, puedo decirle que no me va a asustar. Sus colegas, los otros ocultistas que han venido a visitar la casa, lo han intentado también.

Leigh alzó sus cejas espesas.

—¿Sí? ¿Le preguntaron si había tenido sueños?

—Varios... sí.

—¿Y qué les contestó?

—Que no —Luego, mientras Leigh se echaba hacia atrás en su silla, con una expresión confundida en el rostro, Carson prosiguió lentamente— : Aunque en realidad no estoy muy seguro.

—¿Qué quiere decir?

—Creo... tengo la vaga impresión de que he soñado últimamente. Pero no estoy seguro. No puedo recordar nada del sueño. Y... ¡bueno, lo más probable es que sus colegas ocultistas me hayan metido la idea en la cabeza!

—Quizá —dijo Leigh, mientras se levantaba. Vaciló—. Señor Carson, voy a hacerle una pregunta más bien impertinente. ¿Le es necesario vivir en esta casa?

Carson suspiró con resignación.

—Cuando me hicieron la primera vez esta pregunta, expliqué que quería un lugar tranquilo para trabajar en una novela, y que cualquier lugar tranquilo podría servirme. Pero no es fácil encontrarlo. Ahora que tengo esta Habitación de la Bruja, y me está saliendo el libro con tanta facilidad, no veo por qué razón me tengo que mudar y alterar quizá mi programa. Dejaré esta casa cuando haya terminado la novela; entonces podrán ocuparla ustedes los ocultistas y convertirla en museo o hacer con ella lo que quieran. Me tiene sin cuidado. Pero hasta que no haya terminado la novela, pienso permanecer aquí.

Leigh se frotó la barbilla.

—Desde luego. Entiendo su punto de vista. Pero ¿no hay otro lugar en la casa donde pueda usted trabajar?

Miró a Carson en el rostro un instante, y luego continuó rápidamente:

—No espero que me crea. Usted es materialista. La mayoría de la gente lo es. Pero algunos de nosotros sabemos que por encima y más allá de lo que los hombres llaman ciencia, hay un saber que se funda en leyes y principios que a los hombres corrientes les resultarían incomprensibles. Si ha leído a Machen, recordará que habla del abismo que existe entre el mundo de la conciencia y el de la materia. Es posible tender un puente sobre este abismo. ¡La Habitación de la Bruja es ese puente! ¿Sabe qué es una sala de los secretos?

—¿Eh? —exclamó Carson, mirando con asombro—. Pero no hay...

—Es una analogía... solamente una analogía. Un hombre puede susurrar una palabra en una galería o cueva, y si usted se sitúa en un punto concreto, a unos treinta metros, oye ese susurro, aunque no lo oiga alguien que se encuentre a sólo tres metros. Es una simple truco de acústica: consiste en la proyección del sonido en un punto focal. Ahora bien, este principio es aplicable a otras cosas, además del sonido. A cualquier onda de impulsos... ¡incluso al pensamiento!

Carson trató de interrumpirle, pero Leigh prosiguió:

—Esa piedra negra del centro de su Habitación de la Bruja es uno de esos puntos focales. El dibujo del suelo, cuando usted se sienta en el círculo negro, se vuelve anormalmente sensible a ciertas vibraciones, a ciertos mandatos mentales... ¡peligrosamente sensible! ¿Le parece que tiene la cabeza muy clara cuando trabaja allí? Es una ilusión, una falsa sensación de lucidez... en realidad, usted es un mero instrumento, un micrófono, sintonizado para captar determinadas vibraciones malignas cuya naturaleza no podría comprender.

El rostro de Carson era un estudio de asombro e incredulidad.

—Pero no querrá decirme que cree usted realmente...

Leigh retrocedió, desapareció la intensidad de sus ojos, que se volvieron ceñudos y fríos.

—Muy bien. Pero he estudiado la historia de Abigail Prinn. Ella conocía también esa ciencia superior de que le hablo. La utilizo para fines maléficos: artes negras, como suelen llamarse. He leído que, en sus últimos días, maldijo a la ciudad de Salem... y la maldición de una bruja puede ser algo pavoroso. ¿Quiere usted... —se levantó, mordiéndose el labio—, quiere usted, al menos, permitirme que pasa a verle mañana?

Casi involuntariamente, Carson asintió.

—Pero me temo que desperdiciará su tiempo. No creo... es decir, no tengo... -tartamudeó, sin saber qué decir.

—Solo es para cerciorarme de que usted...¡Ah!, otra cosa. Si sueña esta noche, ¿querría tratar de recordar el sueño? Si intenta evocarlo inmediatamente después de despertar, es posible recordarlo.

—De acuerdo. Si sueño...

Esa noche, Carson soñó.

Se despertó poco antes del amanecer con el corazón latiéndole furiosamente, y con una extraña sensación de desasosiego. Dentro de las paredes, y procedentes de abajo, podía oír las furtivas carreras de las ratas. Saltó de la cama apresuradamente, temblando en la fría claridad de la madrugada. Una luna desmayada brillaba aún débilmente en un cielo pálido. Entonces recordó las palabras de Leigh.

Había soñado; de eso no cabía la menor duda. Pero cuál era el contenido de dicho sueño, era otra cuestión. Por mucho que lo intentó, no pudo recordarlo en absoluto, aunque tenía la vaga sensación de que corría frenéticamente en la oscuridad.

Se vistió rápidamente, y como la quietud de la casa en la madrugada le ponía nervioso, salió a comprar el periódico. Era demasiado temprano para que las tiendas estuviesen abiertas, sin embargo, y se dirigió hacia el oeste en busca de un vendedor de periódicos, torciendo por la primera esquina. Mientras caminaba, una extraña sensación empezó a apoderarse de él: una sensación de... ¡familiaridad! Había andado por aquí antes, y notaba una oscura y turbadora familiaridad en las formas de las casas, en las siluetas de los tejados. Pero —y esto era lo fantástico—, que él supiera, jamás había estado antes en esta calle. Se entretenía poco paseando por esa parte de Salem, pues era de naturaleza indolente; sin embargo, tenía una extraordinaria impresión de recuerdo, y se le hacía más vívida a medida que avanzaba.

***

Llegó a una esquina, torció maquinalmente a la izquierda. La singular sensación iba en aumento. Siguió andando despacio, reflexionando. Indudablemente, había pasado por aquí antes, y muy probablemente lo había hecho abstraído, de suerte que no había tenido conciencia de su trayecto. Sin duda, era ésta la explicación. Sin embargo, al desembocar en Charter Street, Carson sintió en su interior una rara intranquilidad. Salem despertaba; con la claridad del día, los impasibles trabajadores polacos comenzaban a cruzarse con él, presurosos, en dirección a los molinos. De cuando en cuando, pasaba un automóvil. A cierta distancia, vio que se había congregado una multitud en la acera. Apretó el paso, con la sensación de una inminente calamidad. Con extraordinario estupor, vio que se encontraba en el cementerio de Charter Street, la antigua y mal afamada Necrópolis. Se abrió paso entre la multitud.

A sus oídos llegaron comentarios en voz baja, y vio ante sí una espalda voluminosa en uniforme azul. Miró por encima del hombro del policía y aspiró aire, horrorizado. Había un hombre inclinado sobre la verja de hierro que cercaba el cementerio. Llevaba un traje barato, llamativo, y se agarraba a las herrumbrosas barras con una fuerza tal que los tendones le sobresalían como cuerdas en el dorso peludo de sus manos. Estaba muerto, y en su cara vuelta hacia el cielo en un gesto dislocado, se había congelado una expresión de abismal y espantoso horror. Sus ojos, totalmente en blanco, sobresalían de manera horrible; su boca era una mueca contraída y amarga. El hombre que estaba junto a Carson volvió su pálido rostro hacia él.

-Parece como si hubiese muerto de miedo -dijo roncamente-. Me horrorizaría ver lo que ha debido presenciar este hombre. ¡Uf, mire esa cara!

Carson se alejó maquinalmente de allí, sintiendo el hálito helado de algo desconocido que le produjo un escalofrío. Se restregó los ojos, pero aquel rostro contorsiado y muerto flotaba ante su vista. Comenzó a desandar su camino, inquieto y algo tembloroso. Involuntariamente, miró hacia un lado, sus ojos se posaron en las tumbas y monumentos que punteaban el viejo cementerio. Hacía un siglo que no enterraban a nadie allí, y las lápidas manchadas de líquenes, con sus cráneos alados, sus ángeles mofletudos y sus urnas funerarias, parecían exhalar una miasma indefinible de antiguedad. ¿Que habría asustado al hombre hasta el punto de causarle la muerte?

Aspiró profundamente. Desde luego, el cadáver había sido un espectáculo horrible, pero no debía permitir que esto alterara sus nervios. No podía consentirlo; esto perjudicaría su novela. Además, razonó consigo mismo, el caso estaba lo suficientemente claro. El muerto era con toda seguridad un polaco, del grupo de inmigrantes que vivian en el puerto de Salem. Al pasar junto al cementerio por la noche, lugar en torno al cual habían surgido numerosas y horribles leyendas durante casi tres siglos, los ojos embriagados de aquel desdichado debieron de dar realidad a los brumosos fantasmas de su mente supersticiosa. Estos polacos eran de emociones inestables, propensos a la histeria colectiva y a figuraciones insensatas. El gran Pánico de los Inmigrantes de 1853, en el que ardieron tres casas de brujas, se debió a la confusa e histérica declaración de una vieja de que había visto a un misterioso forastero vestido de blanco que se había quitado la cara. ¿Que podía esperarse de semejante gente?, pensó Carson. Sin embargo, seguía nervioso, y no regresó a casa hasta casi mediodía. Cuando, a su llegada, encontró a Leigh, el ocultista, esperándole, se alegró de verle y le invitó a pasar con cordialidad.

Leigh estaba muy serio.
-¿Ha sabido alguna cosa sobre su amiga Abigail Prinn? - preguntó sin preámbulos, y Carson se le quedó mirando, detenido en el acto de ir a llenar un vaso con un sifón. Tras un prolongado intervalo, presionó la palanca, soltando el chorro de líquido y espuma en el whisky. Tendió a Leigh la bebida y sirvió otro vaso para sí -whisky solo-, antes de contestar.
-No se de que me habla. Ha... ¿Qué pasa con ella? -preguntó, con un aire de forzada despreocupación.
-He estado revisando los informes -dijo Leigh-, y he averiguado que Abigail Prinn fue enterrada el 14 de diciembre de 1690 en el cementerio de Charter Street, con una estaca en el corazón. ¿Qué ocurre?
-Nada -dijo Carson con voz neutra-. ¿Y bien?
-Pues... resulta que han abierto su tumba, y han robado su cadáver; eso es todo. Han encontrado la estaca arrancada, y hay huellas de pisadas por todo alrededor de la tumba. Huellas de zapatos. ¿Soñó usted anoche, Carson? - Leigh soltó la pregunta como un latigazo, y sus ojos se endurecieron.
-No lo sé -contestó Carson confundido, frotándose la frente-. No puedo recordarlo. He estado en el cementerio de Charter Street esta madrugada, Tony Brazil tuvo la amabilidad de llevarme.
-¡Ah! Entonces debe de haber oído algo sobre el hombre que...
-Le he visto -interrumpió Carson, con un estremecimiento-. Me ha dejado trastornado.
Apuró el whisky de un trago, Leigh le miró atentamente.
-Bien -dijo luego-, ¿aún está decidido a permanecer en esta casa?
Carson dejó el vaso y se levantó.
-¿Por qué no? -replicó con sequedad-. ¿Hay alguna razón por la que deba irme?
-Despúes de lo que sucedió anoche...
-¿Qué sucedió? Han robado una tumba. Un polaco supersticioso vio a los ladrones y se murió del susto. ¿Y qué?
-Está tratando de convencerse a sí mismo -dijo Leigh serenamente-. En su corazón sabe, debe saber, la verdad. Usted se ha convertido en un instrumento en manos de una fuerzas poderosas y terribles, Carson. Abbie Prinn ha estado en su tumba durante tres siglos... no-muerta, esperando que alguien cayese en la trampa: la Habitación de la Bruja. Quizá preveía ella lo que iba a suceder cuando la construyó; previó que algún día, alguien cometería el error de introducirse en esa cámara infernal y sería atrapadoen ese diagrama de mosaico. Ha caido usted, Carson: y ha permitido que se horror no-muerto cruzase el abismo que se abre entre la conciencia y la materia, para ponerse en rapport con usted. El hipnotismo es un juego de niños para un ser con los sobrecogedores poderes de Abigail Prinn. ¡Ella podía obligarle fácilmente a ir a su tumba y arrancarle la estaca que la tenía aprisionada, y luego borrar de su mente el recuerdo de esa acción, de formas que no pudiese ni siquiera saber si fue un sueño!

Carson estaba de pie, y en sus ojos ardía una luz extraña:
-¡En nombre de Dios! ¿Sabe usted lo que está diciendo?
Leigh se echó a reir agriamente:
-¡En nombre de Dios! Diga más bien en nombre del diablo: del diablo que amenaza a Salem en ese momento; porque Salem está en peligro, en un terrible peligro. Los hombres, mujeres y niños del pueblo que Abbie Prinn maldijo cuando la ataron al palo... ¡y descubrieron que no la podían quemar! He examinado unos archivos secretos esta mañana, y he venido a rogarle por última vez que abandone esta casa.
-¿Ha terminado? -preguntó Carson fríamente-. Muy bien. Me quedaré aquí. Usted estará chiflado o bebido, pero no me va a impresionar con sus insensateces.
-¿Se marcharía si le ofreciese mil dólares? -preguntó Leigh-. ¿O más, quizá... diez mil? Dispongo de una suma considerable.
-¡No, maldita sea! -espetó Carson en un arrebato de cólera-. Todo lo que quiero es que me dejen solo para terminar mi novela. No puedo trabajar en ninguna otra parte... además; no quiero, yo no...
-Me lo esperaba -dijo Leigh, con voz súbitamente tranquila, y con una extraña nota de simpatía-. ¡Señor, usted no puede marcharse! Usted está atrapado, y es demasiado tarde para sustraerse a los controles cerebrales de Abbie Prinn, a través de la Habitación de la Bruja. Y lo peor de todo es que ella sólo puede manifestarse con su ayuda: le extrae sus fuerzas vitales, Carson, se alimenta de usted como un vampiro.
-Está usted loco -farfulló Carson torpemente-.
-Tengo miedo. Ese disco de hierro de la Habitación de la Bruja... me da miedo; y lo que hay debajo. Abbie Prinn rendía culto a extraños dioses, Carson; y he leído algo en la pared de esa alcoba que me ha hecho pensar. ¿Ha oído hablar alguna vez de Nyogtha?

Carson negó impacientemente con la cabeza. Leigh se hurgó en el bolsillo y sacó un trozo de papel.

-He copiado esto de un libro de la Biblioteca Kester -dijo-; el libro se llama Necronomicón, y fue escrito por una persona que sondeó tan profundamente los secretos prohibidos que los hombres le tacharon de loco. Léalo.
Las cejas de Carson se juntaban a medida que iba leyendo la cita:
-Los hombres conocen con el nombre de Morador de la Oscuridad al hermano de los Primordiales llamado Nyogtha, la Entidad que no debiera existir. Puede ser traído a la superficie de la Tierra a través de ciertas cavernas y fisuras secretas, y los hechiceros le han visto en Siria, y bajo la torre negra de Leng; ha ido al Thang Grotto de Tartaria para sembrar el terror y la destrucción entre los pabellones del Gran Khan. Sólo por la cruz ansada, por el conjuro de Vach-Viraj y por el elixir Tikkoun, puede ser devuelto a las tenebrosas cavernas de oculta impureza donde mora.

Leigh sostuvo la confundida mirada de Carson.
-¿Comprende ahora?
-¡Conjuros y elixires! -exclamó Carson, devolviendole el papel-. ¡Estupideces!
-Ni mucho menos. Los ocultistas y adeptos conocen ese conjuro y ese elixir desde hace miles de años. Yo he tenido ocasión de utilizarlos en otro tiempo en determinadas... ocasiones. Y si estoy en lo cierto... -se volvió hacia la puerta, con los labios apretados en una línea descolorida -, esas manifestaciones han sido vencidas anteriormente, pero la dificultad está en conseguir el elixir; es más difícil obtenerlo. Pero espero... Volveré. ¿Puede abstenerse de entrar an la Habitación de la Bruja hasta que yo vuelva?
-No le prometo nada -respondió Carson. Tenía un tremendo dolor de cabeza que le había aumentado hasta imponerse a su conciencia, y ahora sentía una vaga náusea-. Adiós.

Vio a Leigh dirigirse a la puerta, y aguardó en la escalera de la entrada, con una extraña renuencia a entrar en la casa. Mientras miraba alejarse la figura del ocultista, salió una mujer de la casa adyacente. Al verle sus enormes pechos se agitaron. Estalló en una chillona y furiosa diatriba. Carson se volvió y se quedó mirándola con ojos desconcertados. La cabeza le latía dolorosamente. La mujer se acercaba agitando un puño gordo y amenazador.

-¿Por qué asusta usted a mi Sarah? -gritó, con su cara morena congestionada-. Porque la asusta con sus trucos estúpidos, ¿eh?
Carson se humedeció los labios.
-Lo siento -dijo lentamente-. Lo siento muchísimo. Yo no he asustado a su Sarah. No he estado en casa en todo el día. ¿Que és lo que la ha asustado?
-Ese bicho oscuro... dice Sarah que se metió en su casa...

La mujer se calló de pronto, con la mandíbula colgando de asombro. Sus ojos se agrandaron. Hizo un signo extraño con la mano derecha, señalando con sus dedos índice y meñique a Carson, mientras cruzaba el pulgar sobre los otros dedos.

-¡La vieja bruja!

Se retiró apresuradamente, murmurando palabras en polaco con voz asustada, tal como haría Osmo Lukult. Carson dio media vuelta y entró en la casa. Se sirvió un poco de whisky en un vaso, reflexionó, y luego lo apartó sin haberlo probado. Empezó a pasear arriba y abajo, frotándose de cuando en cuando la frente con dedos que sentía secos y ardientes. Vagos, confusos pensamientos se agolpaban en su mente. Tenía la cabeza febril y le latía con violencia. Por último, bajó a la Habitación de la Bruja. Se quedó allí, aunque no trabajó; su dolor de cabeza no era tan opresivo en la mortal quietud de la cámara del subsuelo. Al cabo de un rato se durmió.

No sabía cuánto había dormido. Soñó con Salem, y con un ser confusamente definido, negro y gelatinoso, que recorría las calles a sobrecogedora velocidad, un ser como una ameba increíblemente grande, negro como el azabache, que perseguía y se tragaba a los hombres y mujeres que gritaban y huían en vano. Soñó con un rostro de calavera que escudriñaba en su interior, un semblante reseco y contraído en el que sólo los ojos parecían vivos y brillaban con una luz infernal y perversa. Despertó finalmente, y se incorporó con un sobresalto. Tenía mucho frío.

Reinaba el más completo silencio. A la luz de la lampara eléctrica, el mosaico verde y púrpura parecía retorcerse y contraerse hacia él, ilusión que se disipó al aclararse sus ojos enturbiados por el sueño. Consultó el reloj. Eran las dos. Había dormido toda la tarde y la mayor parte de la noche. Se sentía débil, y el cansancio le tenía inmovilizado en su silla. Le daba la sensación de que le habían extraído las fuerzas del cuerpo. El penetrante frío parecía traspasarle el cerebro, pero se le había ido el dolor de cabeza. Tenía la mente muy despejada, expectante, como si esperase que sucediera algo. Un movimiento, no lejos de él, atrajo su mirada.

Se estaba moviendo una losa de la pared. Oyó un suave ruido chirriante, y lentamente, se ensanchó la negra cavidad, convirtiéndose la ranura en un cuadrado. Algo se movió en la sombra. Un tenso y ciego horror traspasó a Carson al ver avanzar a rastras hacia la luz a aquella monstruosidad. Parecía una momia. Durante un segundo que fue eterno, insoportable, el pensamiento golpeó espantosamente en el cerebro de Carson: ¡Parecía una momia! Era un cadáver de una delgadez descarnada, con la piel ennegrecida y el aspecto de un esqueleto con el pellejo de un enorme lagartoextendido sobre sus huesos. Se agitó, avanzó, y sus largas uñas arañaron audiblemente en la piedra. Salió a la Habitación de la Bruja, su rostro impasible se reveló cruelmente bajo la luz cruda, y sus ojos centellearon con una vida sepulcral. Pudo ver la línea dentada de su espalda negruzca y encogida...

Carson se quedó paralizado. Un horror abismal le había privado de la capacidad de moverse. Parecía estar atrapado en los grillos de la parálisis del sueño, en que el cerebro, espectador distante, es incapaz o reacio a transmitir los impulsos nerviosos a los músculos. Se dijo frenéticamente que estaba soñando, que dentro de un momento despertaría. El seco horror se incorporó. Se puso en pie, descarnadamente flaco, y se dirigió a la alcoba en cuyo suelo estaba encajado el disco de hierro. Se detuvo de espaldas a Carson, y un susurro reseco crepitó en la quietud mortal. Al oírlo, Carson quiso gritar, pero no pudo. El espantoso murmullo continuó en un lenguaje que a Carson se le antojó extraterreno, y como en respuesta, un casi imperceptible estremecimiento sacudió el disco de hierro.

Se estremeció y comenzó a levantarse, muy lentamente; y como en un gesto de triunfo, el encogido horror alzó sus delgadísimos brazos. El disco tenía más de veinte centímetros de espesor; y a medida que se separaba del suelo, comenzaba a penetrar en la habitación un hedor insidioso. Era vagamente un olor a reptil, almizclado y nauseabundo. El disco se elevó inexorablemente, y un dedo de negrura surgió de debajo del borde. Súbitamente, Carson recordó el sueño que había tenido, de una criatura negra y gelatinosa que recorría las calles de Salem. Trató en vano de romper los grillos de la parálisis que le tenían inmovilizado. La cámara estaba quedandose a oscuras, y un vértigo tenebroso aumentaba progresivamente para tragárselo a él. La habitación parecía vacilar. El disco siguió elevándose; siguió el arrugado horror con sus brazos esqueléticos levantados; y siguió fluyendo la negrura en un movimiento ameboide.

Se oyó un ruido por encima del seco susurro de la momia, un vivo resonar de pasos presurosos. Por el rabillo del ojo, Carson vio que alguien entraba corriendo en la Habitación de la Bruja. Era el ocultista, Leigh, con los ojos llameantes en su rostro mortalmente pálido. Pasó por delante de Carson y se dirigió a la alcoba donde estaba emergiendo la negra abominación. Aquel ser agurrado se volvió con horrible lentitud. Carson vio que Leigh traía una especie de herramienta en su mano izquierda, una crux ansata de oro y marfil. Y llevaba la mano derecha pegada a un costado. Su voz retumbó entonces sonora y autoritaria. Su blanco rostro estaba cubierto de gotas de sudor:

-Ya na kadishtu nilgh'ri ... stell'bsna kn'aa Nyogtha... k'yarnak phlegethor...

Tronaron las fantásticas y aterradoras palabras, y retumbaron en las paredes de la bóveda. Leigh avanzó lentamente, sosteniendo en alto la crux ansata. ¡Y entretanto, la negra abominación seguía manando de debajo del disco! Cayó el disco a un lado, y una gran oleada de iridiscente negrura, ni sólida ni líquida, una espantosa masa gelatinosa, se derramó en dirección a Leigh. Sin detenerse, éste hizo un gesto rápido con su mano derecha, y lanzó un pequeño tubo de cristal a aquella cosa negra, en la que se hundió.

La informe abominación se detuvo. Vaciló con un espantoso estremecimiento de indecisión, y luego se retiró rápidamente. Un hedor asfixiante de ardiente corrupción empezó a invadir el aire, y Carson vio cómo la negra monstruosidad se descomponía en grandes pedazos, arrugándose como bajo el efecto de un ácido corrosivo. Se contrajo en un vivo movimiento licuescente, goteando su espantosa carne negra a medida que se consumía.

Un seudópodo de negrura se alargó desde la masa central y atrapó como un tentáculo gigantesco al ser cadavérico, arrastrándolo al pozo por encima del borde. Otro tentáculo cogió el disco de hierro, lo arrastró sin esfuerzo por el suelo, y cuando la abominación desapareció de la vista, el disco cayó en su sitio con un estampido atronador. La habitación osciló en amplios círculos en torno a Carson, y una náusea espantosa se apoderó de él. Hizo un tremendo esfuerzo para tenerse de pie, y luego la luz se desvaneció rápidamente y se apagó. La oscuridad se había apoderado de él.

Carson no llegó a terminar la novela. La quemó, pero siguió escribiendo, aunque ninguno de sus libros posteriores han sido publicados. Sus editores hicieron un gesto negativo, y se preguntaron por qué un escritor de literatura popular tan brillante se había convertido de repente en un aburrido partidario de lo horripilante y lo espectral.

-Resulta convincente -dijo un hombre a Carson, al devolverle su novela, El dios negro de la locura-. Es buena en su género, pero la encuentro morbosa y horrible. Nadie la leería. Carson, ¿por qué no escribe usted el tipo de novelas que solía escribir, del género que le hizo famoso?

Fue entonces cuando Carson rompió su promesa de no hablar sobre la Habitación de la Bruja, y le contó la historia con la esperanza de que le comprendiera y creyera. Pero al terminar, su corazón desfalleció al verle al otro la cara de simpatía y escepticismo.

-Lo ha soñado, ¿verdad? - preguntó el hombre, y Carson sonrió amargamente.
-Sí, lo he soñado.
-Debe de haberle producido una impresión terriblemente vivida en su espíritu. Algunos sueños la producen. Pero lo olvidará con el tiemo - predijo, y Carson asintió.

Y porque sabía que sólo despertaría sospechas acerca de su cordura, no mencionó lo que bullía permanentemente en su cerebro, el horror que había visto en la Habitación de la Bruja al despertar de su desvanecimiento. Antes de huir, él y Leigh, pálidos y temblorosos, de la cámara, Carson había lanzado una fugaz mirada hacia atrás. Los pedazos arrugados y corroídos que había visto desprenderse de aquel ser de loca blasfemia habían desaparecido inexplicablemente, aunque habían dejado negras manchas en las piedras. Abbie Prinn, quizá, había regresado al infierno que había adorado, y su dios inhumano se había retirado a los secretos abismos más allá de la comprensión del hombre, derrotado por las fuerzas poderosas de una magia anterior que el ocultista había manejado. Pero la bruja había dejado un recuerdo, una cosa espantosa, que Carson, en esa última mirada hacia atrás, había visto emerger del borde del disco de hierro, como alzándose en irónico saludo: ¡una mano arrugada en forma de garra!